En torno a Leonor de Aquitania existe una leyenda negra alimentada por el paso de los siglos y
la multitud de elucubraciones que se han hecho en relación a su comportamiento,
su aspecto físico, su espléndida preparación cultural, su amor por el mundo
trovadoresco y su increíble fortaleza, pues vivió ochenta años en un mundo en
el que la esperanza de vida era mucho menor. Una trascendencia nada habitual
para una mujer de la época. Esta visión tan negativa de la duquesa de Aquitania
comienza con los testimonios que recogen los monjes y los clérigos de la época,
quienes se encargaron, tal vez bajo una mirada de desconfianza hacia la mujer,
de mostrar a una Leonor que lejos de llevar una vida tranquila transgrede las
normas habituales. Además, y como muestra inequívoca de maldad, la describen
como una mujer muy bella y por ello sospechosa de cualquier acción contra los
hombres.
En épocas posteriores, los documentos que éstos últimos dejaron
fueron interpretados por historiadores quienes adoptan diferentes posturas
entorno a la figura de Leonor. Los franceses reprocharán a Leonor haber roto,
con su conducta y su divorcio, la unidad francesa. Otros, por el contrario,
describen a Leonor como una reina avariciosa, egoísta, elucubradora y sedienta
de poder. Un tercer grupo de historiadores considera a Leonor de Aquitania como
una de las primeras feministas de la Historia. Hay por tanto, interpretaciones
para todos los gustos. Cabe recordar que Leonor fue dos veces reina y madre de
tres reyes e intentó vivir la vida que ella quería. Que era hermosa, de
radiante belleza, lo testimonian sus contemporáneos : gentil cuerpo, ojos cambiantes, bella frente, rostro claro. Tiene
rubios los cabellos, la cara sonriente y limpia. Dijeron que era perpulchra, es decir, que su belleza sobrepasaba los límites de lo
corriente.
Fue la primogénita de Leonor de Chatellerault. y el duque Guillermo X de
Aquitania, quien se encargó de educarla en el arte de leer y escribir, la
cetrería, la caza y la estrategia militar, tal y como se educaría a un varón y
no a una mujer. A la muerte de éste, cuando Leonor solo contaba con trece o quince
años, puesto que no se ha podido corroborar su fecha de nacimiento que se fija
en 1122 o 1124, se convierte en la heredera del condado de Poitiers y del
ducado de Gascuña y Aquitania, una extensísima porción de terreno que llegaba
hasta los Pirineos y de la que su padre se encargó que sólo pudiese ser
heredada por sus descendientes directos y nunca pasase a manos de sus maridos.
Ese mismo verano de 1137, se casa con Luis VII de Francia, de tan sólo
dieciséis años. El joven rey estaba destinado a la Iglesia y sólo la muerte de
su hermano mayor le había trasladado del claustro al trono.
Cuando Leonor llega a su nuevo hogar descubre que las costumbres
son radicalmente distintas: la corte es fría, austera, sin trovadores ni poesía
caballeresca. Intenta llenar ese vacío con juglares que recoge y que son
considerados por muchos, tal vez por desconocimiento sobre quienes eran y qué
hacían, como una ofensa, aunque esto no es más que el intento de copiar el
ambiente que ella había vivido desde pequeña en su casa. Leonor continúa de
esta forma la tradición familiar a su abuelo Guillermo IX se le atribuyen los
versos más antiguos encontrados en el reino de Francia, escritos en lengua de
oc de proteger y ayudar a la poesía trovadoresca tanto en Francia como en Inglaterra.
El trovador Marcabrú
cuyas canciones circulaban por todas partes, de la corte de Castilla a las
orillas del Loira fue invitado por Leonor pese algunas reticencias de su
marido, cuyo amor apasionado era también receloso. Pero el trovador se enamora
inevitablemente de la alta dama que inspira sus versos. Se lo dice en ardientes
estrofas y un buen día, el rey Luis lo toma muy a mal. Expulsa sin miramientos
al desvergonzado trovador, que se venga , según sus medios, con pérfidas
estrofas. Los cambios de costumbres que introduce la reina escandalizan a
todos.
Luis y Leonor se enfrentaron con la reina madre Adelaida de
Saboya. Era natural que hubiera incompatibilidad de caracteres entre la joven
esposa y una suegra que envejece y que no había tenido nunca influencia sobre
su esposo, esperando, sin duda, resarcirse en un hijo al que sabía tímido y sin
experiencia. Si una muchacha muy joven y bella se ponía de por medio, la
ruptura era inevitable. Así ocurrió, sin tardanza la reina madre dejó la corte
retirándose a sus tierras, donde, para vengarse se había casado de nuevo con un
tal señor de Montmorency, de poca importancia pero apuesto. No es difícil
imaginar las quejas de Adelaida contra su nuera, esa meridional que era
irrespetuosa por voluntad propia y tenía un comportamiento atrevido que chocaba
con su entorno. También su comportamiento emancipado y liberal fue duramente
criticado por la curia eclesiástica, especialmente por Bernardo de Claraval y
el abad Suger.
Al volver de una expedición, en la que Leonor había acompañado a
su esposo, trajo consigo a su joven hermana Petronila. Ésta ya estaba en edad
de casarse y había puesto sus ojos en uno de los amigos íntimos del rey, Raúl
de Vermandois, consejero suyo y de su padre, y a quien Luis acababa de hacer su
senescal. Raúl era bien plantado, pese a que podía ser de sobra el padre de una
jovencita de diecisiete años a los sumo. Halagado, sin duda, por desempeñar el
papel de seductor a pesar de sus sienes grises, olvidó que estaba casado. Y
casado nada menos que con la sobrina del poderoso Teobaldo de Blois, conde de
Champaña.
Luis, incapaz de resistirse a los ruegos de Leonor, que había
asumido la defensa de su enamorada hermana, logró persuadir a tres obispos de
su dominio, quienes, complacientes, descubrieron que la primera mujer de Raúl
era pariente de su esposo en un grado prohibido por las leyes canónicas, muy
severas respecto a ello por entonces. Se podía, pues, considerar nulo el
matrimonio y Raúl se unió sin más tardanza a la joven y triunfante Petronila,
bajo las complacidas miradas de la reina. Ello significaba provocar al conde
Teobaldo de Champaña, que lleno de ira, fue a quejarse al Papa; se celebró un
concilio en sus tierras durante los primeros meses de 1142 y el legado del Papa
excomulgó a los recién casados así como a los obispos que, con excesiva
complacencia, los habían unido. Raúl y Petronila siguieron viviendo juntos, en
situación de adulterio y bigamia, hasta la muerte de la primera esposa en 1148.
Y no era éste el único punto en que el rey de Francia desafiaba
a la autoridad religiosa. Entre los allegados de los reyes, no se dudaba en
atribuir las locuras de Luis a la influencia de Leonor, y no sin cierta razón.
El rey se encontraba amenazado por los anatemas del papado, con su reino en entredicho,
él mismo dirigiendo una guerra contra Champaña para apoyar a su cuñada,
excomulgada; una guerra que conduciría a la terrible tragedia de Vitry: una
iglesia llena de pobres gentes que se habían refugiado allí es incendiada por
los hombres del rey; pereciendo, atrapados por las llamas, trescientos
inocentes.
Luis queda alterado
visiblemente. Nada de fiestas, nada de danzas ni de festines, nada de canciones
ni de poemas; se ha vuelto taciturno, sólo piensa en hacer penitencias, ayuna
varios días por semana y multiplica los padrenuestros vengan o no vengan a
cuento. Piensa en hacer volver al viejo abad Suger y eso indica que la
influencia de la esposa va a disminuir. Suger ha hecho ya firmar la paz con el
conde de Champaña y, al morir el Papa, el rey se ha apresurado a prestar
sumisión al nuevo Pontífice. “A veces
tengo la impresión de haberme casado con un fraile”, confía Leonor a sus más íntimos. Más
profunda aún, una oscura inquietud se ha introducido en la joven pareja. El
rostro de la reina a veces se muestra ceñudo, sin duda la embarga una grave
preocupación: no tiene descendencia.
Durante los primeros meses de su matrimonio se abrió camino una
esperanza, aunque muy pronto se desvaneció. A su alrededor comienzan los
rumores y no hay murmuración que no perciba el fino oído de Leonor de que ese
matrimonio que tantas esperanzas suscitó podría no ser buen asunto para la
corona: muchos gastos, guerras de las que se dice que han surgido por puro
capricho de la reina y ningún hijo que asegure el futuro de la dinastía.
Leonor tiene
un proyecto en mente. Todos los abades de las grandes abadías del reino van a
estar presentes en una ceremonia en la que Suger quiere dar un esplendor sin
precedente. Leonor aprovecha la ocasión para solicitar una entrevista privada
con Bernardo de Claraval. Este hombre santo,
canonizado por las multitudes y que habla como dueño y señor a su esposo, le
atrae de un modo en el que, sin duda, influye más la curiosidad que la
veneración. Leonor en aquel momento necesitaba de su poder ante Dios y ante los
hombres. Quería tener un hijo y esperaba obtener también la liberación de la
excomunión a la que habían sido condenados su hermana y el esposo que ésta
había elegido. ¿La intercesión de Bernardo de Claraval lograría que el cielo le
concediera el favor esperado?. No había pasado un año de esta entrevista
cuando, con el reino en paz, una criatura nacía de la real pareja: una hija a
quien se dio el nombre de María, en honor de la Reina
del Cielo.
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