Calígula tendrá, en el
futuro, un lugar de dudoso honor en la sangrienta lista de los emperadores
romanos, sin que esto quiera decir que fue intrínsecamente peor que otros. Y es
que la fama de algunos malvados de la Historia suele depender de un cúmulo de
circunstancias presentes y futuras a partir de las cuales, los historiadores
hacen su trabajo.
En el caso de Cayo César Germánico llovía sobre mojado tras
su antecesor, el impresentable Tiberio. Con su mandato, el Imperio Romano
alcanzará su plenitud tras la época puente del Principado que había iniciado
Augusto y proseguido Tiberio, ya con el título de Imperio. Calígula añadiría a
la nueva simbología imperial elementos helenístico-orientales
que intentarían embellecer lo que, bajo su reinado, no sería otra cosa que una
durísima monarquía teocrática a merced de sus caprichos.
Sobrino y sucesor de Tiberio quien lo había adoptado, hijo de
Germánico y de Agripina, y tercer Emperador romano, nació en Antium hoy Porto
D’Anzio. Será conocido como Calígula diminutivo de caliga, sandalia militar.
Antes de ser elevado al trono, debió dar señales alarmantes, ya que el propio
Tiberio, a quien acompañaba en su retiro de la isla de Capri, comentó: «Educo
una semiente para el Imperio». La serpiente lanzó muy pronto el veneno, pues
con ocasión de la muerte de Tiberio, y cuando todos creyeron que el viejo
crápula había dejado de vivir, con el cuerno aún caliente, Calígula arrancó el
anillo del dedo del Emperador, y se lo puso para hacerse proclamar por los
presentes nuevo César.
No obstante, en pleno juramento, Tiberio, el pretendido
cadáver, pidió un vaso de agua, y el terror se enseñoreó de todos, y muy en
especial de Calígula, que lucía ya el anillo imperial y se relamía de gusto
ante la perspectiva inmediata de asumir el poder. Aunque Macro, allí presente,
ante lo violento y peligroso de la situación, se abalanzó sobre el moribundo y,
con su propia almohada, lo asfixió. Calígula, el nuevo Emperador, por fin pudo
respirar tranquilo... Calígula era un hombre sin atractivos, de aspecto
aterrador que acentuaba con su costumbre de ensayar continuamente las más
diversas muecas con las que deseaba asustar, aún más, a los que le rodeaban. Su
escasa cabellera era muy encrespada, lo que le acomplejaba doblemente. Muy
pronto haría prácticas de sadismo en especial sobre las mujeres que tenía más
próximas, con las que se ensañaba, según contaba Séneca.
Este sadismo, según el filósofo cordobés, además de por la
utilización de castigos y martirios físicos, se presentaba bajo otras formas de
tortura provocadas por el mismo emperador, exactamente a través de sus ojos,
cuya mirada nadie era capaz de resistir sin empezar a temblar. Bien lo sabía el
filósofo cordobés pues, odiado por el emperador, a punto estuvo de perecer por
orden de Calígula. Fue salvado in extremis por una concubina del tirano, y no
por humanidad sino porque, sabedor de que Séneca sufría una grave tuberculosis,
pensó que no valía la pena adelantar por poco tiempo un final que parecía
próximo. En el día a día de Calígula todo valía para llevar a la realidad uno
de sus más pregonados deseos: «Que me odien, mientras me teman». No obstante, y
llegado el momento, parece ser que Calígula era consciente de su patología
mental, o sea, esquizoide, de origen genético.
Tanto es así que, consciente de su inestabilidad psíquica,
pensó seriamente en retirarse del poder imperial y ponerse en manos de quienes
pudieran curarlo, pues su enfermedad no era original, sino consecuencia de unas
altísimas fiebres que padeció en sus primeros años. Un defenestrado quitado de
la circulación y asustado Séneca, por ejemplo, no dudó en dar salida a su odio
hacia Calígula escribiendo aunque, por supuesto, sin publicarlo entonces un
libro titulado De la cólera, que era un ataque en toda regla, y sin perdón,
hacia el odiado personaje que dirigía el Imperio.
Con ocasión de su acceso al trono a los 23 años, Calígula
sacrificó 160.000 animales como acción de gracias por tan importante suceso, e
inició desde aquel momento, su ascensión imparable hacia el poder máximo y
caprichoso que culminará en su inclusión en la no muy ejemplar historia de los
emperadores romanos en un destacado primerísimo puesto de crueldad y
arbitrariedad, a pesar de que, sorprendentemente, inauguró su reinado
ejerciendo una política de tolerancia como reacción al despotismo y maldad de
su antecesor, su protector Tiberio. Incluso suspendió los odiosos procesos por
lesa majestad de su antecesor, además de volver a los comicios en los que se
elegía a los magistrados con Tiberio lo había hecho el Senado. Además, nadie le
negó su amor por los desfavorecidos y su odio por los ricos, conducta esta
última que, al final, sería su perdición.
En correspondencia, en estos primeros tiempos el pueblo
romano lo adoraba, quizá por ver en él al hijo de aquel Germánico desgraciado y
bueno y deduciendo, erróneamente, que sería como su progenitor. Todo empezó a
torcerse cuando, en apenas un año, gastó todo el tesoro que había heredado de
Tiberio, unos 2.700 millones de sestercios, teniendo que tapar aquel enorme
agujero con nuevos y gravosos impuestos de los que no se salvaba nadie. Por
ejemplo, impuso un canon a los alimentos, otro por los juicios, a los mozos de
cuerda, a las cortesanas e incluso a todos los que tenían la feliz idea de
contraer matrimonio. Pero todo este atraco no era suficiente y, tras insistir
una y otra vez en esta actitud de pedigüeño, en el transcurso de sus muchos
delirios, aseguraría sentirse en la más absoluta ruina, llegando en su
sicopatía a pedir limosna en las calles romanas además de obligar a testar en
su benefició a sectores de la población bastante ricos, poniéndose muy nervioso
si éstos, los llamados a cederles sus riquezas, no se morían pronto. Durante
esta fiebre de miseria más o menos imaginaria, pero no menos obsesiva, llegó a
confiscar las posesiones de sus propias hermanas, Julia y Agripina, y acusarlas
de conspirar contra él. Pero volviendo atrás, a los primeros tiempos de su
poder absoluto, aquellas primeras bondades del inicio de su reinado las olvidó
Calígula apenas medio año más tarde, superando enseguida las atrocidades de su
predecesor, acaso por sufrir un conjunto de enfermedades mentales que le
provocaban noches interminables presididas por el insomnio, además de sufrir de
continuo espantosos ataques de epilepsia, que nunca le abandonaron.
Precisamente sería tras un agravamiento de sus enfermedades,
y después de una inesperada recuperación cuando todos le daban por perdido,
cuando se evidenciaría aún más toda su crueldad, puede que como secuela de su
enfermedad anterior. Según se levantara de un humor que siempre era variable y
caprichoso, demostraba manía persecutoria, delirios y quimeras relacionadas, de
nuevo, con el dinero como, por ejemplo, la necesidad que tenía de pisar
físicamente un montón de monedas de oro con sus pies descalzos. También formaba
parte de su esquizofrenia su desinterés, convertido en odio, por los más famosos
autores contemporáneos, ordenando la destrucción aunque, a la postre, no lo
consiguió de todas las obras de Homero, Virgilio, Tito Livio y otros. Tuvo una
pasión incestuosa por una de sus hermanas, Julia Drusila. Muy jóvenes ambos,
Calígula la había poseído por primera vez, siendo sorprendidos los dos
adolescentes en el lecho por la abuela Antonia, en cuya casa vivían. Nunca
renunciaría a ella, sino que, años después, y a pesar de que la habían casado
con un tal Lucio Casio Longino, Calígula la compartió y fue Drusila, al mismo
tiempo, esposa legítima de su hermano.
Incluso durante una grave enfermedad que parecía iba a ser
definitiva y con un fatal desenlace, Calígula nombró como heredera a su misma
adorada hermana y esposa. Justificaba esta atípica relación en que, en las
dinastías de los Ptolomeos, en su adorado Egipto, esto la unión de dos hermanos
era considerado una relación incluso sagrada. Su amor hacia Drusila le llevó a
sentarla junto a él en el Olimpo que había creado con su misma persona como
dios principal, divinizándola también. Cuando ella murió, Calígula no tuvo
consuelo, y muy afectado, ordenó e impuso un luto general, dictando durísimos
castigos para los que, en ese período de duelo, se bañaran, se rieran aunque
fuese poco o, en fin, hubieran comido en familia de forma distendida o
agradable. A continuación huyó de Roma y no paré hasta Siracusa. A su regreso,
volvió desaliñado, con los cabellos enredados y obligando a que, en adelante,
todos juraran por la divinidad de la difunta Julia Drusila. Desde el primer
momento imprimió a su reinado de una pompa desconocida, asumiendo de hecho una
teocracia en lo externo, deudora de lo helenístico-oriental entre lo que
incluyó actos como el de acostarse, además de con Drusila que siempre sería su
preferida, con sus otras hermanas, las cuales, después de yacer en el lecho del
emperador, fueron entregadas por éste a varios amigos como auténticas
prostitutas que estos podían utilizar y explotar a su antojo. En otra ocasión,
habiendo sido invitado a la boda de un patricio llamado Pisón, durante el banquete
decidió robarle la esposa Livia Orestila al atónito flamante marido,
llevándosela a sus aposentos y poseyéndola. Justificó este rapto y posesión en
que, realmente, Livia era su esposa, y amenazó a Pisón si tenía la audacia de
tocar a su mujer. Y es que las caricias impacientes de los desposados habían
enardecido a Calígula, que quiso adelantarse al marido en el disfrute de la
todavía virgen esposa.
Esta conducta indigna del Emperador no era excepcional,
ya que en los banquetes solía examinar detenidamente a las damas asistentes, y
no evitaba levantarles los vestidos y comparar sus intimidades, escogiendo a
alguna y retirándose para gozarla, como hiciera con la desgraciada Livia
Orestila. Después regresaba con evidencias del encuentro y se deleitaba ante
los asistentes con confidencias sexuales sobre la arrebatada de turno. Fue
también amante de Enia Nevia, esposa de Macron, y entre las cortesanas, su
favorita fue Piralis. Asimismo, se divertía mucho divorciando, en ausencia de
sus maridos, a damas de alta alcurnia, con las que también se acostaba. No
obstante, y por medios legales, Calígula tuvo otras esposas: Junia Claudila que
falleció tras su primer parto, la misma esposa de Pisón, Livia Orestila, Lolia
Paulin y Cesonia. Esta última fue la que más le duró, al parecer por sus artes
libertinas, que excitaban al Emperador de manera especial y lo hacían deudor de
sus caricias. La pasión por Cesonia y la manera cómo la consiguió, son dignas
del carácter del Emperador. Era Cesonia una bella matrona llena de sabiduría a
quien Calígula codició el mismo día que ella paría en palacio de donde era
habitante como una mas de las muchas personas al servicio del emperador una
hermosa niña.
Encariñado desde ese momento con la madre y con la niña, puso
a ésta el nombre de Drusila, en honor de su hermana y amante, y se proclamó
padre de la criatura. Y, puesto que era el padre por su propia decisión,
automáticamente obligó a que se le reconociera también como esposo de la madre,
Cesonia. Momentáneamente metamorfoseado en ilusionado padre de familia, condujo
a su esposa e hija a todos los templos de Roma, presentando a la pequeña a la
diosa Minerva para que le insuflara saber y discreción. Sin embargo Cesonia ya
había parido tres hijos de su matrimonio anterior con un funcionario de
palacio, además era una mujer con la juventud ya perdida y no excesivamente
hermosa. Por lo que se rumoreaba que aquella locura de Calígula por ella se
debía a que Cesonia le había dado algún brebaje afrodisíaco, como por ejemplo,
uno muy conocido extraído del sexo de las yeguas. Perdido el norte, Calígula
empezó a practicar toda una serie de conductas absurdas y crueles como, por
ejemplo, entre las primeras, el nombrar cónsul a su caballo favorito, Incitatus
Impetuoso, al que puso un pesebre de marfil y dotó de abundante servidumbre a
su disposición. Y, entre las segundas, su deseo, expresado a gritos, de que «el
pueblo sólo tuviera una cabeza para cortársela de un solo tajo», producto de
una rabieta imperial al oponerse el público del circo a la muerte de un
gladiador contra lo decidido por Calígula. También se distraía llevando sus
cuentas personalmente, unas cuentas consistentes en redactar la lista de los
prisioneros que, cada diez días, debían ser ejecutados.
Otra contabilidad llevada personalmente fue la de su propio
gran prostíbulo, que había hecho construir dentro del recinto de su palacio y
que resultó un negocio redondo. En otro orden de cosas, y para producir aún más
terror, todas estas distracciones las vivía disfrazándose y maquillándose de
forma que sus actos, de por sí ya terribles, contaran con el añadido de lo
siniestro, de manera que sus caprichos resultaran implacables haciendo temblar
a sus víctimas aún más. Las ejecuciones eran tan numerosas que, a veces, no
había una razón medianamente comprensiva para tan definitivo castigo, como en
el caso del poeta Aletto, que fue quemado vivo porque el Emperador creyó
toparse con cierta falta retórica en unos versos compuestos, precisamente, a la
mayor gloria de Calígula, por el desgraciado vate. La crueldad de Calígula
podría resumirse en una frase que se trataba, en realidad, de una orden dada a
sus matarifes respecto a cómo tenían que acabar con sus víctimas. Era ésta: «Heridlos
de tal forma que se den cuenta de que mueren». La lista de sus desafueros sería
interminable. A modo de muestreo, podemos decir que el Emperador, imbuido muy
pronto de su carácter divino, hizo traer de Grecia algunas estatuas, entre
ellas la de Júpiter Olímpico, escultura a la que ordenó arrancar la cabeza y
sustituirla por una suya, y desde ese momento rebautizada como Júpiter Lacial él
mismo, transformado en el dios de dioses del Lacio.
El siguiente paso será la elevación de un templo en honor de
ese nuevo dios y la presencia en el mismo de otra escultura, ésta de oro, y que
cada día era vestida como el propio Calígula, en una especie de simbiosis y
travestismo entre aquel artista llamado Pigmalión y su modelo, y que
evidenciara de manera inequívoca, la naturaleza celestial del Emperador.
También, y sin duda todavía en las alturas de su particular Olimpo, invitaba a
la Luna Selene en su plenilunio, a que se acostara con él. Ya en terrenos más
próximos a lo cotidiano, y en su afán por complicarle la vida a sus súbditos,
se divertía, por ejemplo, regalando localidades a la plebe que, en principio,
estaban destinadas a la aristocracia. Lo divertido para Calígula venía cuando,
estos últimos, al encontrar ocupadas sus localidades, iniciaban un altercado
con la chusma, espectáculo este mucho más divertido para Calígula que las
propias representaciones teatrales. Calígula había sido un emperador que
siempre había sorprendido y puesto a prueba a la gente. Como se quejara
amargamente de que su reinado transcurría sin grandes cataclismos y, por tanto según
él, su nombre y su tiempo apenas serían recordados por los historiadores,
intentó suplir esta falta de terremotos, inundaciones, pestes o guerras
auténticas, con la puesta en escena de batallas de ficción. Así, en una de sus
incursiones por Germania y ante la nula presencia real de escaramuzas, decidió
que parte de sus legiones pasaran al otro lado del río Rhin, desde donde se
encontraban, e hiciesen como si pertenecieran a un ejército bárbaro. Una vez en
la otra ribera, Calígula cayó sobre el enemigo con sus soldados, a los que
venció sin paliativos.
Escribió, entonces, a Roma anunciando su triunfo al tiempo
que se quejaba de que, mientras él exponía su preciosa existencia luchando, en
la metrópoli el pueblo y los senadores se divertían en inacabable holganza.
También humilló a sus legiones en las Galias obligando a los soldados a
recoger, en el transcurso de jornadas agotadoras, toda clase de moluscos y
otras especies de productos marinos. Tras agotar el tesoro imperial en su favor
y mandar asesinar como ya queda dicha a destacados miembros de la
aristocracia para quitarles el dinero, acabó siendo asesinado en una estancia
de su palacio por el jefe de los pretorianos, Casio Quereas, en el pasillo que
comunicaba aquél con el circo, al que volvía el Emperador tras un descanso en
uno de los espectáculos de los Juegos Palatinos. Se vengaba así, de camino,
Quereas del trato vejatorio que siempre le infligió el Emperador, tratándole de
afeminado e impotente.
Ahora había llegado su hora, y ya pudo empezar a alegrarse
con la primera herida producida en el cuerpo de un Calígula medroso un hachazo
en el imperial cuello, que, sin embargo, no lo mató inmediatamente, aunque sí
provocara en el sádico personaje gritos de dolor y desesperación.
Inmediatamente acudieron el resto de los conjurados hasta treinta de ellos con
sus espadas desenvainadas quienes, tras una estocada en el pecho propiciada por
Cornelio Sabino, se ensañaron en la faena de acabar, definitivamente, con la
vida del Emperador, su esposa Cesonia e, incluso, con la de la hija de ambos,
una niña que fue estrellada sin piedad contra un muro. Se ponía fin, con la
misma violencia sufrida, al sangriento y violento reinado de un loco que había
torturado a su pueblo durante tres años y diez meses de pesadilla.
Crudelísimo incluso después de su muerte, se encontraron
abundantes listas de nombres destinados a ser ejecutados. Incluso, junto a
estas, fueron hallados gran cantidad de venenos destinados a cumplir de
ejecutores de aquéllos, tan abundantes que, al ser arrojados al mar,
envenenaron las aguas marinas, que devolvieron a las playas miles de peces
muertos. Calígula que contaba 29 años al morir fue borrado por el Senado de la
lista de los emperadores de Roma. Había sido un hombre tan malvado y despiadado
con los demás como cobarde él mismo. Por ejemplo, en vida sentía un terror
patológico por las tormentas, que le arrastraba debajo de las camas cuando
empezaban los relámpagos.
Murió, como ya se ha dicho, muy joven, y nadie sabría nunca
lo que hubiera podido ser su reinado de vivir más años.
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