Ser anciano
implica haber vivido una prolongada existencia, encontrarse al final de un
largo viaje, quizá demasiado cansado… Pero tiene su encanto.
SER ANCIANO implica haber vivido una
prolongada existencia, encontrarse al final de un largo viaje, quizá demasiado
cansado. La ancianidad es también tiempo de despedidas. Las cosas y los afanes
le van dejando a uno. También la gente querida que ha partido antes que
nosotros. Con frecuencia, como recuerda Ovidio, se siente el abandono de
quienes más nos debían.
La ancianidad es antesala natural de
la muerte y del juicio divino; antesala, según el plan de Dios, del gozo y
descanso eternos. Pero no se puede olvidar que la ancianidad pertenece todavía
al tiempo del peregrinaje terreno. Es, por tanto, tiempo de prueba, tiempo de
hacer el bien, tiempo de labrar nuestro destino eterno, tiempo de siembra. No
puede concebirse la vejez como una época fácil de nuestra vida. A los trabajos
propios del peregrinaje sobre la tierra, eso es la vida humana, se suman la
progresiva pérdida de fuerzas, la inercia de cuanto se ha obrado anteriormente,
los característicos defectos de la vejez contra los que es necesario luchar,
los inconvenientes que plantea este siglo nuestro tan inhumano.
Es inevitable envejecer; pero no se
puede ser buen anciano, y son tan necesarios sin mucha gracia de Dios y sin una
continua lucha personal. Por ello, la vejez, que es tiempo de serena recogida
de frutos, puede ser también tiempo de naufragios. Se atribuye al general De
Gaulle esta descripción amarga de la ancianidad: «La vejez es un naufragio.» La
frase debe calificarse en ocasiones como de muy justa. No es sólo un naufragio
de las fuerzas físicas o una disminución paulatina de las mismas fuerzas
morales: inteligencia y voluntad. Es un naufragio de todo el hombre. Digamos
que en la vejez puede revelarse con todas sus fuerzas, y sin piadosas vendas
que lo oculten el naufragio de toda una vida. Tantas veces el estrepitoso
derrumbamiento moral de la vejez muestra que se naufragó en la adolescencia, en
la juventud, en la madurez. Metido en la corriente de la vida, se intentó
almacenar, como el cocodrilo, las pequeñas piezas cobradas en sórdidas
cacerías, y el paso del tiempo lo único que hace es difundir su olor a podrido.
En oposición a la adolescencia, que
es tiempo de promesas y de esperanzas, tiempo en que el ensueño desdibuja los
perfiles de las cosas y de las acciones, la ancianidad es tiempo de recuento,
de verdad desnuda, de examen de conciencia. Y aquí radica no poco de su
utilidad y de su grandeza. Digamos que la misma debilidad de la vejez es su
mayor fuerza y, a una mirada cristiana, uno de sus principales encantos.
Y no es que sea aceptable la
concepción heideggeriana del hombre como un ser-para-la-muerte, un ser que
alcanzase su realización en la propia destrucción. Quédese esto para quienes
conciben al hombre como un ser vomitado con la amargura de quien se cree hijo
del azar y no de una omnipotente y amable sabiduría creadora. El hombre no es
fruto del azar. Su misma estructura material ha sido delineada por la sabiduría
amorosa del Creador; infundiole Dios un alma inmortal, capaz de conocer y de
amar trascendiendo lo efímero, capaz de desear una vida y un amor eternos. El
hombre fue creado para vivir, y no para envejecer o morir.
Y. sin embargo, la misma debilidad de
la vejez, que es un mal, en cuanto que es carencia de vida, es su mayor fuerza.
Lejanos ya los sueños de la adolescencia y los delirios de la juventud, el
anciano puede enfrentarse a la verdad con una sobriedad y con un realismo
superiores a los de las demás épocas de la vida. Se hace así más fácil
descubrir con una nueva nitidez lo que es importante y lo que es
intrascendente, distinguir lo fugaz de lo que permanece. La ancianidad
pertenece al ciclo vital humano. Antesala de la muerte, la vejez prepara para
el encuentro definitivo con Dios, para ese juicio divino que va a recaer sobre
toda nuestra existencia.
La debilidad inherente a la vejez
ayuda a despojarse de todo vano afán, de toda estúpida soberbia. Si a lo largo
de la existencia el hombre superficial ha podido olvidarse de su humilde
origen, de que ha sido hecho, de que es una débil criatura, la vejez le otorga
una oportunidad inmejorable para volver al sentido común, a la contemplación de
las realidades elementales. La ancianidad facilita el cumplimiento de aquella
primera regla del ideal apolíneo conócete a ti mismo, expresión que en su
sentido inicial quería decir: conoce tus limitaciones, tu condición mortal
respecto a los inmortales, para que no te rebeles contra ellos. En definitiva,
es buena época la ancianidad para que Dios siga colmando aquel deseo suplicante
que formulaba San Agustín: Domine, noverim me, noverim te; que me conozca a mí,
que te conozca a Ti, Señor.
La ancianidad es tiempo de recoger
frutos y tiempo de siembra. Siendo un mal, Dios la ha permitido, porque de ella
pueden surgir bienes superiores. E1 dolor, la soledad, la sensación de impotencia,
se convierten tantas veces en imprescindible colirio para curar los ojos del
alma y abrirlos a las realidades trascendentes. También la ancianidad está bajo
la mano providente y amorosa de nuestro Padre Dios.
La medicina divina es enérgica, pero
el hombre sigue siendo hombre y libre: puede no aprovecharla. Es posible que
quien naufragó a lo largo de toda su vida naufrague también en esta última
época, ya cercana la última batalla entre el pecado y Dios, en que se juega la
suerte eterna. El proceso de involución, que se inició con el primer pecado y
que ha podido irse acelerando, generalmente por la pereza y la soberbia, puede
seguir avanzando, y la egolatría terminar en un lamento estéril por el ídolo
caído. Se avanzaría así, casi inexorablemente, hacia el endurecimiento total
del corazón, precursor del infierno. Y es que la ancianidad, como toda época de
la vida, puede ser bien vivida o mal vivida; pero es una época quizá fatigosa
¿Cuál no lo es?, en la que Dios nos espera, nos asiste, llama a la puerta de
nuestro corazón, y en la que tiene más importancia de lo que a veces
sospechamos la respuesta de nuestras libres decisiones.
No es la vejez una época vacía o
inútil. Es época de lucha ascética, de heroísmo, de santidad. A pesar de la
decadencia física, la gracia de Dios rejuvenece el alma con fuerzas
sobrenaturales, hacienda la santidad tan asequible como en la adolescencia.
Pero decíamos que, a una mirada
cristiana, la ancianidad tiene un encanto especial, como la niñez, la
enfermedad o la pobreza. En efecto, si cada hombre es Cristo, los débiles lo
son especialmente. Dios, que es misericordioso con todas sus criaturas, siente
una ternura especial por las más desamparadas. Los enfermos, los niños, los
ancianos son de una forma especial el mismo Cristo que nos sale al encuentro.
Resuenan con fuerza eterna aquellas palabras del Maestro en la descripción del juicio
final: «Venid, benditos de mi Padre, entrad a poseer el reino que os está
preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba desnudo, y me vestisteis;
enfermo, y me visitasteis; en verdad os digo, cuantas veces se lo habéis hecho
a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí me lo habéis hecho»
Los ancianos constituyen en realidad
una parte importante del tesoro humano y sobrenatural de la humanidad entera.
La picaresca de un mundo deshumanizado, precio inherente al ateísmo se esfuerza
en poner de relieve que los ancianos son una carga, subrayando sus defectos. A
este triste materialismo hedonista sólo hay un yugo que no le parece
insoportable: la esclavitud a placeres desnaturalizados en un frenesí cada vez
más insaciable.
No es verdad que los ancianos sean
inútiles o constituyan una carga difícil de soportar, aunque a veces su misma
debilidad material les convierta en ocasión de que los hombres y la sociedad
entera practiquen con ellos la virtud de la caridad en cumplimiento de unas
dulces obligaciones que, casi siempre, dimanan de estricta justicia.
¡Ellos, en
cambio, aportan tantas cosas con su presencia! Nos dieron mucho, cuando se
encontraban en plena fuerza; nos lo dan ahora, en el ocaso de su vida, con su
presencia venerable, con su sufrimiento silencioso, con su palabra acogedora.
Privar a la humanidad de los ancianos sería tan bárbaro como privarle de los
niños. Dios cuenta con los ancianos para el bien de todos nosotros. Ellos son
útiles en tantas cosas humanas; son útiles, sobre todo, en el aspecto
sobrenatural. Forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y
lo enriquecen con su santidad, con su oración, con sus sacrificios. Si ninguna
vida es inútil a los ojos de Dios, mucho menos puede serlo la de aquellos que
sufren física o moralmente. Estas vidas, en las que se refleja con especial
vigor la Cruz de Cristo, adquieren a la mirada divina un relieve y un valor
inexpresables.
Los ancianos, vivificados par la
gracia de Dios, pueden ejercer ese «Sacerdocio real» de que habla San Pedro,
ofreciendo su vida unidos a Cristo como acción de gracias, como impetración,
como reparación. La vida, entonces, se ennoblece, y el alma descubre horizontes
de universalidad insospechados. Se puede palpar lo certero de esta afirmación
de monseñor Escrivá de Balaguer: «Si sientes la Comunión de los Santos si la
vives serás gustosamente hombre penitente. Y entenderás que la penitencia es
gaudium etsi laboriosum alegría, aunque trabajosa, y te sentirás aliado de
todas las almas penitentes que han sido, y son y serán»
Es la vejez tiempo de sufrimiento,
tiempo de santidad, tiempo de hacer el bien. Es la vejez, también, tiempo de
despedida; y en las despedidas se suelen decir las cosas más importantes. No es
la vejez no puede ser tiempo de jubilación en lo que se refiere a la ayuda
humana y sobrenatural a los demás. Aunque las circunstancias han cambiado,
permanecen en su sustancia las mismas obligaciones y los mismos lazos
entrañables que fuimos adquiriendo durante la vida. Ningún bien nacido puede
recordar a sus padres, ya ancianos, sin conmoverse. Cuando la muerte nos los
arrebata, sentimos una irreparable pérdida, nos duele la orfandad, aunque les
sabemos en el cielo. No es sólo la sensación lógica de haber perdido la tierra
donde hundíamos nuestras raíces; es, por encima de eso, el claro convencimiento
de que con ellos se nos ha ido el cariño más desinteresado, de que hemos
perdido nuestra mejor custodia. Nos damos cuenta, quizá demasiado tarde, de
que, a pesar de su invalidez, eran nuestro mejor tesoro, de que con su
presencia nos hacían mucho bien. Nos conforta la seguridad de que, ahora de una
forma invisible, nos siguen custodiando desde el cielo, de que conservamos los
mismos vínculos, ahora más queridos y beneficiosos. Y nos queda el orgullo de
que en ningún momento, ni siquiera en los de su mayor postración, nos fueron
inútiles. Su rostro deseado, surcado por las arrugas de tantos sufrimientos, es
ahora una de esas pequeñas luces que iluminan indeficientemente la noche de
nuestra vida. De su mano que antaño nos enseñó a andar y de la mano de Santa
María, que es Madre del Amor Hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa
esperanza, podemos aprender aún en nuestra misma ancianidad esas lecciones que
son las que más importan, las que orientan toda la vida hacia su verdadero
centro: hacia esa Hermosura, esa Bondad y ese Poder indeficientes de nuestro
Padre-Dios; hacia esa fecundidad del espíritu que no mengua cuando el vigor de
la carne muere.
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