Andrés, cuando tenía dos años y con la
energía de un niño feliz, brincaba desde la orilla de la alberca y se sumergía
dentro del agua una y mil veces sin parar.
Se sentía muy seguro y confiado gracias
a los flotadores que yo, su abuelo le coloqué a regañadientes en los brazos.
Al preparar su siguiente salto al
agua, más rápido de lo que pude reaccionar, se quitó uno de los flotadores
–decidió que le estorbaba– y lo aventó fuera de la alberca.
¡Splash!, se lanzó como siempre, sólo
que sintió la angustiosa realidad de hundirse sorpresivamente.
Como en cámara lenta mi mente lo
registró y lo saqué tan rápido como pude.
Segundos eternos en los que los dos
aprendimos la lección. Andrés sobre la utilidad de esos aditamentos que creía
una necedad; y yo, el abuelo, sobre la fragilidad de la vida.
Así somos los humanos. Decía Borges
que no hay un absurdo mayor que la inmortalidad de los dioses, porque cuando
crees que vas a vivir eternamente es cuando cometes tonterías.
¡Ah, es cierto! Necesitamos que la
vida nos quite un flotador para entonces sí apreciarla. Irónicamente requerimos
de las crisis y la fricción, necesitamos sentir el hundimiento, el vacío y
tener algún tipo de disonancia, de dolor, porque, paradójicamente, es lo que
nos abre a la vida.
Ciertamente si estuviéramos en el
paraíso, no nos moveríamos nunca.
Cuando sientes que te hundes –si algo
tiene de positivo– suena la campana para que el alma se manifieste.
La mayoría de los que llegamos a los 60
o ya los pasamos, nos hemos tambaleado en alguna área: en el trabajo, la
relación de pareja, algún problema de salud, alguna pérdida, un problema con un
hijo, algún tipo de adicción o lo que sea, es parte de la vida.
Cuando pasas por una crisis
ineludible, como por ejemplo, la de la mitad de la vida, una de las cosas que
más te pega es darte cuenta de que eres mortal, que has llegado a la cima de tu
edad biológica y que, te guste o no, comienza el mediodía de tu existencia.
Y al igual que Andrés, sientes que te
quitan un flotador. La vida te da un aviso para que la vivas y la disfrutes con
intensidad, porque pronto se puede terminar. Como diría Nietzsche: "La
vida no es una mujer seductora; la vida es una mujer que te grita que luches
por ser digno de ella. Si no la buscas, jamás te encontrarás con ella".
De alguna manera, alrededor de los 60
años te doblas ante lo implacable del paso del tiempo. Ahora sí, en cada
cumpleaños, festejas vivir un año más y, al mismo tiempo, sientes el pellizco
en el estómago porque sabes que significa vivir un año menos.
Este punto de quiebre nos ofrece dos
lecturas: la primera es la de la pérdida en varios de sus niveles: pérdida de
energía, del gozo de la irresponsabilidad, de los desvelos sin consecuencia o
de la urgencia por construir un futuro. La segunda es la lectura de una
ganancia: un despertar en la mirada que aprecia el mundo de diferente manera y
disfruta la belleza del instante, de lo simple, te das cuenta de que lo que
antes te deslumbraba, no es en realidad lo que te hace feliz, y de que el
momento para ser la mejor versión de ti mismo es ahora.
Cuando te quedas sólo con la primera
visión es muy probable que la amargura te invada, o lo que es lo mismo, que la
vida te quite el otro flotador y te sientas muerto en vida.
Nuevamente, como dijo Nietzsche:
"Eres igual que un cerillo, para que puedas vivir tienes que
consumirte". Así es, a ese consumirnos constantemente le llamamos vida.
Sólo cuando le damos valor a la
muerte, le damos valor a la vida. Es por eso que pasados los 60 años, la vida
toma un sentido maravilloso, cómo vivirla es nuestra opción.
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