A
mediados del siglo XI el feudalismo
alcanzaba su pleno desarrollo. Las leyes feudales resolvían los pleitos; los
usos feudales regulaban la sociedad; los castillos feudales defendidos por
fosos coronaban las colinas, y los señores feudales vestidos con cota de mallas
cabalgaban imponiendo sobre los campesinos el mismo respeto que reyes y
sacerdotes.
En ese
tiempo, cuando los grandes señores eran capaces de desafiar a los reyes, el conde Eustaquio de Bouillon era uno de
los más poderosos. Había luchado en la batalla
de Hastings junto a Guillermo el Conquistador, y mediante su segundo matrimonio con la heredera de Lorena
aumentó enormemente su riqueza y su importancia. Cierto que la boda le valió la
excomunión, pero no había nada en el cielo ni en la tierra que arredrara al
conde o sujetara su ambición.
Entre aquellos que cabalgaban bajo el estandarte del conde de Bouillon
había un joven que difícilmente hubiera podido pasar desapercibido. Era Pedro, un nativo de Amiens. Algunos
decían que era de noble origen, aunque no había el menor trazo de distinción en
su aspecto. Su rostro era feo, su estatura escasa, pero estaba dotado de un
rápido intelecto y una asombrosa elocuencia. Cuando hablaba, sus ojos brillaban
con la chispa de un genio, y su entusiasmo era tal que arrastraba a las
masas.
Pedro
contrajo matrimonio con una dama de la familia de Roussy. La novia era de edad
avanzada y carente de atractivos, de modo que él pronto se cansó de su compañía
y empezó a dirigir sus miradas hacia establecimientos religiosos en los que se
mantenía viva la llama del conocimiento y se ayudaba a los pobres e indigentes.
Una vez viudo, se despojó de su armadura y rompió los lazos que le ataban a un
mundo con el que nunca había simpatizado.
Pero
Pedro había nacido con un espíritu que no podría ser satisfecho hasta haber
realizado alguna gran hazaña. Bajo la capucha del monje su mente continuaba
siendo tan inquieta como bayo el yelmo del guerrero. No pudiendo hallar reposo
espiritual en el claustro, se cansó de
la vida monástica igual que se había cansado de la militar. Pedro se convirtió
en un anacoreta y pasaba los días y las noches sumido en la meditación,
el ayuno y la oración.
Pronto comenzó a ser conocido
como Pedro el Ermitaño, pero mortificar su cuerpo no le satisfacía; no era
suficiente. En su soledad llegó a convencerse de que había sido designado por
el cielo para llevar a cabo una gran empresa, y vivía aguardando el momento de
la gran revelación.
En
aquella época muchos cristianos
peregrinaban a Tierra Santa en busca del perdón de sus pecados, y tanto
su partida como su regreso se celebraban con ceremonias religiosas. Si el peregrino conseguía volver, era tratado
con especial veneración. Después de ofrecer una palma al sacerdote para
ser depositada en el altar, adquiría reputación de santo, unas perspectivas
sumamente atrayentes para Pedro.
Hacia el año 1094 decidió peregrinar a Jerusalén. Un día abandonó Amiens armado con
el signo de la cruz y sin otro guía que su propio espíritu audaz. El aspecto de
aquel jinete montado en una mula resultaba de lo más excéntrico. Con una capa
de lana, la capucha de monje y unas viejas sandalias, no podía pasar
desapercibido. Los hombres que le ofrecían hospitalidad lo observaban con
mirada curiosa sin sospechar la gran idea que ocupaba su mente.
Jerusalén
se encontraba en poder de los musulmanes. Cuando Pedro llegó a su destino, se alojó en el
hogar de un cristiano que le relató la larga lista de ultrajes y vejaciones que
las personas de su fe habían de padecer cada día en la ciudad. Escuchando la
narración de tanta iniquidad, su sangre hirvió y su mente comenzó a ocuparse en
idear el modo de terminar con el sufrimiento de los suyos. No tardó mucho en persuadirse de que había
sido elegido por Dios para liberar Jerusalén. Contaba a quien quería
escucharle que Jesucristo se le había aparecido en la iglesia del Santo
Sepulcro para encomendarle la difícil misión.
Decidido
a lograrlo, Pedro el Ermitaño regresó a
Europa y, según la tradición, consiguió ser escuchado con agrado por el Papa
Urbano II durante el concilio de Clermont. Allí el Pontífice se dirigió
a la multitud y, animado por el discurso apasionado de Pedro, exhortó a los presentes
a rescatar el Santo Sepulcro y otros lugares sagrados de manos de los
musulmanes.
Una ola
de entusiasmo arrastró a la muchedumbre. Todos acogieron sus palabras al grito de “¡Dios lo quiere!”. Acababa de proclamarse la Primera
Cruzada.
Pedro el Ermitaño partió a predicar la Cruzada por los caminos montado en su
mulo. Predicaba en las iglesias, en las calles y dondequiera que pudiera reunir
una audiencia. Así recorría Italia, Francia, Alemania y los países
circundantes. Allá por donde pasaba conseguía que la gente se uniera a su causa
y tomara la cruz, un distintivo que lucían sobre su hombro derecho.
Se estima que más de cien mil
personas se sumaron a la Primera Cruzada. El propio Pedro iba al frente de una parte de ellos durante
un viaje que, aunque comenzó entre gritos de alegría, pronto se puso de
manifiesto que no sería un camino de rosas. Las dificultades se multiplicaban y
ni siquiera contaban con suficientes provisiones, por lo que al atravesar Hungría tuvieron que saquear las
poblaciones a su paso. Los habitantes se veían obligados a alimentarlos,
y eran demasiados los cruzados para los escasos recursos con los que contaban.
Esto provocó las iras de los húngaros,
que los atacaron causándoles muchas bajas.
Tras el
duro camino, fue tan solo una minoría la que consiguió alcanzar Constantinopla el 1 de agosto de 1096.
Allí el emperador Alejo Comneno les proporcionó barcos con los que cruzar el
Bósforo. Tras proseguir su avance hacia Nicea, toparon con un formidable
ejército enviado por el sultán.
Se
entabló fiero combate. Los cruzados lucharon durante todo el día, pero
finalmente fueron derrotados. Solo unos cuantos sobrevivieron a la masacre y
lograron regresar a Constantinopla. Ana Comneno escribe: "Fue tal el
número de galos y de normandos abatidos por la espada de Ismael, que sus
cadáveres apilados no formaron un montículo, ni una colina, sino una
montaña".
Más adelante Pedro se unió al ejército de Godofredo de Bouillon,
hijo de Eustaquio. Una vez más resultó patente que su espíritu militar no
corría a la par de su fervor religioso: ante
el sitio de Antioquía, tan duro que muchos hubieron de recurrir al canibalismo
y alimentarse con los cadáveres de los turcos, Pedro intentó desertar;
pero Tancredo de Hauteville lo localizó y lo obligó a regresar al
campamento.
Cuando los cristianos tomaron Jerusalén, Pedro
el Ermitaño pronunció un elocuente discurso
en el Monte de los Olivos. Godofredo fue elegido como rey, honor
que él rechazó alegando que no podía llevar una corona en el lugar donde vivió
una vez el rey de reyes.
Pedro no
permaneció mucho tiempo en Jerusalén. Poco después de que la ciudad fuera
conquistada, regresó a Europa. Fundó en
Francia el monasterio de Neufmoutier y allí pasó el resto de sus días
hasta su muerte en julio de 1115.
Mientras que los cronistas
medievales como Mateo de París, Guillermo de Tiro, Alberto de Aix o Roger de
Wendover, conceden a Pedro el Ermitaño tan destacado papel en el origen de las
Cruzadas, algunos estudios más modernos
se cuestionan su presencia en el concilio de Clermont. La nueva
corriente, encabezada por Jonathan
Riley-Smith, especialista en las Cruzadas, tiende a considerar que la
leyenda ha aumentado su importancia, cuando en realidad habría sido tan solo
uno de los numerosos predicadores de la Primera Cruzada. Aunque resulta muy
difícil desestimar la gran cantidad de testimonios contemporáneos de Pedro, las
crónicas y los poemas que ensalzan su figura, nuevamente nos encontramos en un
terreno abierto a la revisión.
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