miércoles, 29 de octubre de 2014

LA MATANZA DE HUITZILAC



El general se paseaba nervioso, caminaba impaciente en uno de los salones del hotel Bellavista esperando noticias de la ciudad de México. Se detení­a por momentos, salió para darle un sorbo a la copa de coñac, pero en su rostro asomaba la preocupación. Sobre Cuernavaca habí­a caído la noche del 2 de octubre de 1927. 

En las semanas previas, el candidato a la presidencia Francisco R. Serrano decidía cambiar los votos por las balas. En los últimos meses habí­a logrado disfrazar su ambición enarbolando la bandera del antirreeleccionismo en contra del candidato oficial, su antiguo jefe y viejo amigo, el general Álvaro Obregón quien, de 1920 a 1924, le habí­a tomado tal gusto a la silla presidencial que se empecinó en regresar a Palacio Nacional a como diera lugar. 

Muy respetuosos de la ley, los diputados obregonistas le abrieron la puerta al invicto general, modificando la Constitución y suprimiendo el principio de la no reelección para permitir su regreso al poder el cual había dado origen a la revolución de 1910-. Serrano sabí­a que el candidato oficial, Obregón, contaba con el apoyo de todo el aparato del estado revolucionario, encabezado entonces, por el presidente Plutarco Elí­as Calles. Sabía también, que no habí­a manera de ganar en las urnas. Salió quedaba el camino de las armas. 

A finales de septiembre de 1927, dos dedos de frente bastaban para saber que la campaña electoral serí­a interrumpida por un baño de sangre. Serrano habí­a encontrado un aliado en otro aspirante a la presidencia, el general Arnulfo R. Gómez, cuyo discurso en contra de Obregón se reducí­a a la frase: Para mi rival solo hay dos alternativas o las islas Marí­as o dos metros bajo tierra. 

Como buenos revolucionarios, Serrano y Gómez pensaron que el camino más corto para llegar al poder era por medio de las armas y decidieron abandonar el de las instituciones. El plan era sencillo. El 2 de octubre, Obregón, Calles y Amaro presidirí­an una serie de maniobras militares en los llanos de Balbuena. En el transcurso de la exhibición, la guarnición de la ciudad de México tenía la orden de aprehender a los tres caudillos. Consumado el golpe, se designarí­a un presidente interino para convocar a elecciones y listo. 

Confiado en que todo saldrí­a de acuerdo con lo planeado, Gómez marchó a Veracruz. Si fracasaba el movimiento en la ciudad de México, tení­a la posibilidad de movilizar rápidamente varios miles de hombres. Serrano por su parte, informó a la prensa que viajaba a Cuernavaca con la intención de festejar su santo anticipadamente. Si el golpe resultaba exitoso, la celebración de San Francisco serí­a magna. 

Obregón y Calles estaban acostumbrados a madrugar, no a que los madrugaran. Como buenos revolucionarios, ambos sonorenses suponían lo que sus opositores preparaban. La intentona golpista era ya, un secreto a voces, en la capital del país. Así, el 2 de octubre, Amaro se movió con rapidez, puso mil hombres a custodiar el Castillo de Chapultepec -donde se encontraban el presidente Calles y el candidato Obregón- y desarticuló el movimiento golpista en la ciudad de México. Las maniobras militares en Balbuena se llevaron a cabo en medio de un ambiente, incluso, festivo y al terminar, Calles, Obregón y Amaro, regresaron al Castillo para decidir la suerte que debían correr sus adversarios. 

La noche del 2 de octubre, el general Serrano se paseaba nervioso en uno de los salones del hotel Bellavista. Esperaba noticias halagüeñas de la ciudad de México, pero en su fuero interno sabí­a que su destino se precipitaba hacia el vacío. 


Todo un bon vivant
Le gustaba el coñac Hennesy 5 estrellas. Era un hombre simpático, ocurrente y dispendioso. Aunque se lamentaba de su baja estatura Obregón le llamaba mi dedo chiquito, sabí­a portar el uniforme militar con garbo, y siendo bien parecido, hací­a suspirar a más de una mujer. Débil frente al sexo femenino, no había francachela nocturna en que no buscara los brazos de una mujer de cintura estrecha y amplias caderas. Sin más, el general Francisco R. Serrano era un bon vivant. 

Originario de Sinaloa pero sonorense por conveniencia, Serrano acompañó a Obregón durante los años más violentos de la revolución. Se ganó la confianza del caudillo quien lo nombró jefe de su estado mayor. El bueno humor y ciertas ocurrencias --como haberle concedido grado militar a un civil para acusarlo de insurrección y poder fusilarlo conforme a la ley le ganó las simpatí­as de los sonorenses. Acompañaba a Calles en la defensa de Agua Prieta en 1915 donde asestaron el golpe final a la División del Norte y se sumó a la rebelión contra Carranza, encabezada por Calles y Adolfo de la Huerta en 1920.

La lealtad tuvo su recompensa. Serrano fue subsecretario y secretario de Guerra durante el cuatrienio de Obregón (1920-1924) y no tuvo empacho en sumarse a la purga revolucionaria ordenada por Obregón, que vio sus momentos más cruentos durante la rebelión delahuertista. De esa forma, el régimen acabó con viejos revolucionarios como Francisco Murguí­a, Salvador Alvarado, Rafael Buelna y Manuel M. Diéguez, entre otros. 
Entre 1926 y 1927, Calles le entregó a Serrano la gubernatura del Distrito Federal y desde su posición le dio rienda suelta a sus pasiones: las parrandas, el coñac y las mujeres. La estrella de los vencedores habí­a iluminado su camino desde los primeros años de la revolución, siempre junto a los sonorenses. Pero sin lí­mite alguno, de pronto se vio a sí mismo, sentado en la silla presidencial. Serrano prestó oí­dos al canto de las sirenas de la política y sin medir las consecuencias, de la noche a la mañana firmó su sentencia de muerte al aceptar la candidatura en contra de la reelección de su antiguo jefe, el invicto Álvaro Obregón. 

A sangre y fuego

Ataron sus manos con cable eléctrico. Un metro para cada uno. Al cabo de unos minutos, las muñecas de los catorce detenidos comenzaron a sangrar. Entre gritos y protestas, cada prisionero fue puesto bajo la custodia de tres soldados. Serrano le reclamó airadamente al coronel Hilario Marroquí­n --un siniestro oficial a quien no le temblaba la mano-- el trato que le estaban dando a sus compañeros. Como única respuesta obtuvo un brutal golpe en el rostro con la cacha de una pistola. El general Claudio Fox, aún más siniestro que su lugarteniente, observaba complacido a unos metros de distancia. Sobre Huitzilac caí­a la tarde del 3 de octubre de 1927. 

Las horas habí­an transcurrido con irritante lentitud desde los primeros minutos del día. Muy temprano por la mañana, Serrano y sus acompañantes fueron aprehendidos en el domicilio de un amigo suyo, en Cuernavaca. Instruido desde lo alto del castillo de Chapultepec donde viví­a y despachaba el presidente Calles, el gobernador de Morelos envió un batallón a detener a Serrano. La súbita llegada de las fuerzas armadas fue el mejor indicador de que el golpe en la ciudad de México habí­a fracasado por completo.

Varios soldados catearon el interior de la casona y no encontraron armas o documentos que comprometieran a los detenidos con la fallida intentona golpista del dí­a anterior. Las únicas armas halladas fueron las que portaban reglamentariamente Serrano y tres generales más, nada como para hablar de una rebelión. 

Hasta la otrora recámara de Carlota en el castillo de Chapultepec, donde se encontraban deliberando Calles, Obregón y el secretario de Guerra, Joaquín Amaro, llegó un despacho procedente de Cuernavaca donde se informaba que Serrano y trece individuos más, estaban finalmente en poder del gobierno. 

Los tres hombres guardaron algunos minutos de silencio. Obregón se atusaba el bigote con la mano izquierda y a pesar de la gravedad del momento, no perdí­a el buen humor. Estaba a punto de liquidar a su opositor y la silla presidencial, reluciente, lo esperaba. Su dedo chiquito lo había traicionado y tení­a que hacerlo pagar. Para nadie era un secreto que el invicto general llevaba la voz cantante en aquella reunión, casi todos los oficiales que llegaban al salón de acuerdos, se dirigí­an en primera instancia a él, y luego, al presidente Calles. 


Sin mucho meditarlo, Obregón expresó lo que se convertirí­a en una orden: ¿Para qué traerlos a México, si de todos modos se ha de acabar con ellos? Es preferible ejecutarlos en el camino. Calles y Amaro asintieron. El presidente pensó en el general Roberto Cruz, para desempeñar tan delicada encomienda meses después sería el encargado de ejecutar al padre Pro, pero Cruz pidió ser relevado debido a su amistad con Serrano. Entonces Amaro, sacó sus ases bajo la manga y mandó llamar a su incondicional Claudio Fox que tenía cuentas pendientes con Serrano. 

Cerca del mediodía, Fox se presentó en el castillo y recibió la orden por escrito: Sírvase marchar inmediatamente a Cuernavaca acompañado de una escolta de 50 hombres para recibir a los rebeldes Francisco R. Serrano y personas que lo acompañan, quienes deberían ser pasados por las armas sobre el propio camino a esta capital por el delito de rebelión contra el gobierno constitucional de la república. La orden estaba firmada por el presidente Plutarco Elías Calles y llevaba la bendición de Álvaro Obregón. 

Serrano quiso creer que su vieja amistad y la lealtad de otros tiempos hacia el caudillo, serían suficientes para ayudarlo a sortear el trance mortal en que se hallaba pero conforme transcurrieron las horas se dio cuenta que había cruzado el punto sin retorno. A Cuernavaca llegaron las órdenes de trasladar a los prisioneros a Tres Marí­as donde debían ser entregados al general Claudio Fox. 

La carretera fue cerrada entre el poblado de Tres Marías y Huitzilac. En este último sitio, los prisioneros fueron bajados de los automóviles que les habí­an servido de transporte. Serrano estaba acompañado por los generales Carlos A. Vidal, Miguel A. Peralta y Daniel Peralta; por los licenciados Rafael Martí­nez de Escobar ex diputado constituyente y Otilio González, el ex general Carlos V. Araiza y los señores Alonso Capetillo, Augusto Peña, Antonio Jáuregui, Ernesto Noriega Méndez, Octavio Almada, José Villa Arce y Enrique Monteverde. En total sumaban catorce individuos que esperaban ser devorados por la revolución. El sol se ocultaba entre las montañas de la vieja carretera a Cuernavaca, un viento frío anunciaba el desenlace y la muerte preparaba su festín. 

Varios de los prisioneros pidieron clemencia o cuando menos unos minutos para escribir algunas lí­neas a sus familias, a sus esposas o hijos. El general Fox se alejó de la escena dejando a cargo de las ejecuciones al coronel Marroquín, que con una pistola en una de las manos y una ametralladora Thompson en la otra, proferí­a toda clase de insultos. 

Serrano volvió a increparlo y Marroquí­n le disparó a quemarropa en el pecho. A pesar de las heridas mortales, el general mostró una fortaleza inaudita y permaneció de pie observando fijamente a Marroquí­n quien volvió a dispararle. Una vez en el suelo pateó su rostro, antes de darle el tiro de gracia. Aprovechando la confusión, el ayudante de Serrano, Noriega Méndez, logró zafarse del cable que lo ataba y se lanzó sobre Marroquí­n para abofetearlo y escupirle. El coronel le disparó con la pistola y la ametralladora. 

Al ver la dramática escena, el resto de los prisioneros intentaron darse a la fuga. Algunos fueron cazados como animales; otros permanecieron estoicamente en su lugar en espera de la muerte. Las balas expansivas atravesaban los cuerpos, los tiros de gracia sacudían por última vez los cadáveres, las bayonetas atravesaban todo lo que encontraban a su paso, haciendo correr la sangre a unos metros de la carretera federal. 

Como buenos revolucionarios, una vez cumplida su misión, los asesinos tomaron su tiempo para saquear los cadáveres. Antes de llevarlos al Hospital Militar, los cuerpos fueron trasladados al Castillo de Chapultepec. Se dice que Obregón vio uno por uno y señalaba: a esta rebelión ya se la llevó la chingada y cuando se detuvo frente al cadáver de Serrano, dijo: Pobre Panchito, mira como te dejaron. 

Fieles a la costumbre, al otro día los diarios capitalinos dieron a conocer el parte oficial entregado por el gobierno que nada tenía que ver con la realidad: El general Francisco R. Serrano, uno de los autores de la sublevación, fue capturado en el estado de Morelos con un grupo de sus acompañantes por las fuerzas leales que guarnecen aquella entidad y que son a las órdenes del general de brigada Juan Domí­nguez. Se les formó un consejo de guerra y fueron pasados por las armas. Los cadáveres se encuentran en el Hospital Militar de esta capital. 

Serrano fue sepultado en el panteón Francés y tiempo después, casi de manera clandestina, catorce cruces fueron colocadas a un costado de la carretera vieja a Cuernavaca, dando testimonio, aun hoy en día, del lugar donde se perpetró la terrible matanza de Huitzilac.

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