Cuenta la leyenda que son
siete y parecen libélulas gigantes, pues tienen largas y transparentes alas, y
vuelan por los cielos nocturnos del desierto. Sus colores son rojos, blancos,
azules, negros, amarillos, verdes y anaranjados. Vuelan siempre juntos y el
primero de ellos es el caballo rojo, el más grande y robusto, percherón, el
jefe que lidera y dirige a los demás en su búsqueda. Quienes han visto a los
caballucos dicen que el mismísimo diablo monta uno, y que el resto son
cabalgados por demonios.
Son nefastos para los
montañeses, pues se dedican a pisotear o quemar las mieses. Los caballucos se
desplazan por las sendas dejando las huellas de sus cascos y los cantos y
lastras que alcanzan sus pezuñas quedan marcadas como si de tierra recién
labrada se tratase.
Su resoplido es tan fuerte y
frío como el cierzo de invierno que hace caer las hojas de los árboles. Sus
ojos relumbran como brasas incandescentes.
Según el mito, estos
caballos del infierno fueron hombres pecadores que perdieron su alma y se
vieron obligados a vagar por el desierto el resto de la eternidad. El caballo
rojo fue un hombre que prestaba dinero a los campesinos y luego mediante sucias
tretas embargaba sus propiedades; el blanco era un molinero que robaba muchas
maquilas del molino de su señor; el negro era un ermitaño que engañaba a las
gentes; el amarillo un juez corrupto; el azul un tabernero; el verde un
terrateniente que deshonró a muchas jóvenes y el naranja un hijo que por odio
maltrataba a sus padres.
Es tradición en el desierto,
en la mañana de San Juan, echarse al monte a buscar las flores del agua que
nacen en las fuentes y los tréboles de cuatro hojas brotados esa misma noche.
Pero resulta muy difícil, ya que durante la noche los caballucos del diablo se
han dedicado, pues su misión y maldad les obliga, a destruir las flores del
agua y tréboles que han encontrado para evitar que los mozos y las mozas los
encuentren. Si aun con todo algún afortunado encuentra la flor del agua,
encontrará con ella el amor y la felicidad, mientras que quién en tal ocasión
encuentre uno de estos raros tréboles, será afortunado con las cuatro gracias de
la vida, una por cada hoja:
Vivir cien años.
No sufrir dolores en el
resto de la vida.
No pasar hambre.
Aguantar con ánimo sereno
toda desazón.
Las hogueras de San Juan, en
el desierto perpetúan la tradición propiciatoria y purificadora. Pero el vuelo
de los caballucos al resplandor de las hogueras es señal de grandes desgracias.
Ni tan siquiera las bendecidas pasturas tienen poder ante su galope y el único
modo de estar a salvo es hacer siete cruces en el aire antes de que se
acerquen, pero al ser tan veloces y ante la previsión de que no funcione la
gente recurre a otro procedimiento útil, el llevar encima una rama de verbena o
yerbuca de San Juan la hierba sagrada que espanta todo mal y que debe haberse
cogido la madrugada de la noche de San Juan del año anterior.
Cuando tras una noche de tropelías sin interrupción volando y trotando por
mieses, camberas y pueblos, el amanecer los sorprende sudorosos y agotados, los
caballucos del diablo desaparecen hasta el año siguiente atravesando cuevas
cubiertas de cuajarones de sangre. Mientras se retiran resollando y piafando
caen de sus fauces unas babas, que al enfriarse en el suelo, se convierten en
barras de oro. En el desierto, todo el mundo sabe que quien las recoge tendrá
riquezas a raudales, pero tras morir su alma irá al infierno irremisiblemente.
Aún así muchos ambiciosos no hacen caso a tal admonición y antes de amanecer
andan con faroles buscándolas por entre las hierbas de los prados. Cuando
retornan de su afanosa búsqueda, se tienen que esconder entre árboles para no
ser vistos por los mozos y mozas que recorren los prados brincando y cantando.
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