La cueva de
Altamira es la máxima representación del espíritu creador del hombre. Todas las
características esenciales del Arte coinciden en Altamira en grado de excelencia.
Las técnicas artísticas, dibujo, pintura, grabado, el tratamiento de la forma y
el aprovechamiento del soporte, los grandes formatos y la tridimensionalidad,
el naturalismo y la abstracción, el simbolismo, todo está ya en Altamira.
Es Altamira,
a quien Henri Moore llamó en 1934 La
Real Academia del Arte Rupestre, la que inspiró a los artistas de “La
Escuela de Altamira”, a Miró, Tapies, Millares, Merz o a Miquel Barceló, quien
escribió de su arte: Cuando visité por
primera vez Altamira pensé, ha sido como volver al origen, que es el sitio más
fértil. Creer que el arte ha avanzado mucho desde Altamira a Cézanne es una
pretensión occidental, vana.
A la cueva
de Altamira le corresponde el privilegio de ser el primer lugar en el mundo en
el que se identificó la existencia del Arte Rupestre del Paleolítico superior.
Su singularidad y calidad, su magnífica conservación y la frescura de sus
pigmentos, hicieron que su reconocimiento se postergara un cuarto de siglo. Fue
una anomalía científica en su época, un descubrimiento realizado en la cumbre y
no en su grado elemental, un fenómeno de difícil comprensión para uno sociedad,
la del siglo XIX, sacudida por postulados científicos extremos y rígidos.
Bisontes,
caballos, ciervos, manos y misteriosos signos fueron pintados o grabados
durante los milenios en los que la cueva de Altamira estuvo habitada,
entre hace 35.000 y 13.000 años antes del presente. Estas representaciones se
extienden por toda la cueva, a lo largo de más de 270 metros, aunque sean las
famosas pinturas policromas las más conocidas. Su conservación en las mejores
condiciones constituye un reto científico y de gestión del Patrimonio y es el
objetivo prioritario y la razón de ser del Museo de Altamira.
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