Los amores de Apolo fueron
por regla general sumamente trágicos; concluyeron con la muerte o el abandono
sin remedio del ser amado y la gran desdicha del dios a causa de esto.
El origen de este suceso
hemos de buscarlo en una disputa entre Eros y Apolo, a juzgar por lo que poetas
como Ovidio nos cuentan. Parece ser que el travieso y a veces vengativo dios
del amor, deseando hacer sufrir a Apolo, disparó una flecha dorada al dios, que
se enamoró perdidamente de una joven ninfa llamada Dafne. Todo hubiera seguido
un curso favorable de no ser porque Eros apuntó también al corazón de Dafne,
mas haciendo impactar en esta ocasión una flecha de plomo.
De este modo, Apolo sintió una repentina e irreflenable pasión por la muchacha y corrió tras ella suplicándole que le concediese su amor. Dafne, que no sentía más que repulsión y odio hacia el dios a causa de la flecha de Eros, trató de huir. Ambos corrieron largo trecho hasta que, cuando la joven se dio cuenta de que estaba a punto de caer en manos de Apolo, suplicó ayuda a Zeus, que la convirtió en un laurel.
De este modo, Apolo sintió una repentina e irreflenable pasión por la muchacha y corrió tras ella suplicándole que le concediese su amor. Dafne, que no sentía más que repulsión y odio hacia el dios a causa de la flecha de Eros, trató de huir. Ambos corrieron largo trecho hasta que, cuando la joven se dio cuenta de que estaba a punto de caer en manos de Apolo, suplicó ayuda a Zeus, que la convirtió en un laurel.
Apolo se vio obligado a
asistir a la transformación de su amada en un árbol, sin que pudiese hacer
nada. Por mucho que se abrazase al tronco o acariciase una y otra vez la hojas,
la bella Dafne nunca volvería a ser una muchacha. Por ello, el dios arrancó una
rama y trenzó con ella una corona de laurel, a partir de entonces símbolo de la
divinidad. El mito de Apolo y Dafne ha sido frecuentemente representado en el
arte de distintos períodos, desde los frescos desde la antigua Pompeya hasta el
arte conceptual del siglo XX, simbolista y cercano a la abstracción.
El poeta romano Ovidio
incluyó este hermoso mito en su obra Metamorfosis; de hecho, se trata de
una de las leyendas más célebres de las incluidas en esta obra. Dejo aquí un
fragmento: Del que más iba a hablar con tímida carrera la Peneia huye, y con él
mismo sus palabras inconclusas deja atrás, entonces también pareciendo hermosa;
desnudaban su cuerpo los vientos, y las brisas a su encuentro hacían vibrar sus
ropas, contrarias a ellas, y leve el aura atrás daba, empujándolos, sus
cabellos, y se acreció su hermosura con la huida. Pero entonces no soporta más perder
sus ternuras el joven dios y, como aconsejaba el propio amor, a tendido paso
sigue sus plantas. Como el perro en un vacío campo cuando una liebre, el galgo,
ve, y éste su presa con los pies busca, aquélla su salvación: el uno, como que está
al cogerla, ya, ya tenerla espera, y con su extendido morro roza sus plantas; la
otra en la ignorancia está de si ha sido apresada, y de los propios mordiscos
se arranca y la boca que le toca atrás deja: así el dios y la virgen; es él por
la esperanza raudo, ella por el temor. Aun así el que persigue, por las alas
ayudado del amor, más veloz es, y el descanso niega, y la espalda de la
fugitiva acecha, y sobre su pelo, esparcido por su cuello, alienta.
Sus fuerzas ya consumidas
palideció ella y, vencida por la fatiga de la rápida huida, contemplando las
peneidas ondas: “Préstame, padre”, dice, “ayuda; si las corrientes numen
tenéis, por la que demasiado he complacido, mutándola pierde mi figura.” Apenas
la plegaria acabó un entumecimiento pesado ocupa su organismo, se ciñe de una
tenue corteza su blando tórax, en fronda sus pelos, en ramas sus brazos crecen,
el pie, hace poco tan veloz, con morosas raíces se prende, su cara copa posee:
permanece su nitor solo en ella. A ésta también Febo la ama, y puesta en su
madero su diestra siente todavía trepidar bajo la nueva corteza su pecho, y
estrechando con sus brazos esas ramas, como a miembros, besos da al leño; rehúye,
aun así, sus besos el leño.
Al cual el dios: “Mas puesto
que esposa mía no puedes ser, el árbol serás, ciertamente”, dijo, “mío. Siempre
te tendrán a ti mi pelo, a ti mis cítaras, a ti, laurel, nuestras aljabas.
Tú a los generales lacios
asistirás cuando su alegre voz el triunfo cante, y divisen los Capitolios las
largas pompas. En las jambas augustas tú misma, fidelísisma guardiana, ante sus
puertas te apostarás, y la encina central guardarás, y como mi cabeza es juvenil
por sus intensos cabellos, tú también perpetuos siempre lleva de la fronda los
honores. ”Había acabado Peán: con sus recién hechas ramas la láurea asiente y,
como una cabeza, pareció agitar su copa"
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