Se llama RELICARIO, palabra proveniente
del Latín reliquiae,
a la caja o estuche para guardar reliquias o recuerdos de los santos y exponerlas
a la veneración de los fieles.
Estuvieron en uso con el nombre de encólpium ya en los primeros siglos de la
Iglesia, aunque por entonces tenían carácter privado y se llevaban pendientes
del cuello en forma de cajitas o de medallas con figuras e inscripciones.
Constan ejemplares por lo menos del siglo IV y son célebres los que se hallan del siglo VI en el Tesoro
de Monza, regalados por San Gregorio a la reina Teodolina.
Entre ellos, se encuentran ciertas
botellitas muy comunes en aquella época, que sólo contenían algodón empapado en
aceite bendecido o tomado de las lámparas que ardían junto al sepulcro de algún mártir.
Para la veneración pública de las
reliquias en aquellos primeros siglos bastaban los sepulcros y altares que
las contenían.
Pero desde el siglo IX empezaron a colocarse además sobre el
altar relicarios en forma de cajas o arquetas.
Esta forma de relicario continuó en
los siglos posteriores hasta la época de arte ojival siendo preferidas las arquetas más o menos capaces y ricas, según la
magnitud de las reliquias y la magnificencia del donante y aprovechándose con
frecuencia para el objeto arquetas de uso profano.
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