Estamos acostumbrados a hablar de
los hijos como si se tratase de algo propio, de una “posesión”. Tenemos un
coche, tenemos una casa, tenemos un libro, tenemos un perro y... “tenemos
cuatro hijos”.
Gracias a Dios, el coche no va a
exigir sus derechos, ni va a gritar que no nos quiere. Si no arranca, lo
llevamos al taller. Si después de dos semanas de arreglos no funciona, lo
vendemos al chatarrero. En cambio, si el niño “no arranca” en la escuela...
Es cierto que los niños nacen
dentro de una familia, por lo que resulta natural que la familia asuma la
responsabilidad de esa vida que empieza. Pero el niño tiene un corazón, un
alma, y eso no es propiedad de nadie. La filosofía nos enseña que el alma, lo
más profundo de cada uno, no puede venir de los padres, sino que viene de Dios.
Los padres dan a su hijo el permiso para la vida y asumen la hermosa tarea de
ayudarle, pero no pueden dominarlo como al coche o al perro.
Entonces, ¿cuál es la actitud más
correcta ante el hijo que hoy “camina” a gatas por el pasillo y que pronto
empezará a darse coscorrones en la cabeza? ¿Le dejamos hacer lo que quiera?
Este era el sueño de Rousseau con su “creatura”, Emilio. No hace falta ser un
gran psicólogo para comprender que el niño ideal de Rousseau llegaría a la
juventud sólo por obra de un milagro... La realidad es que los padres están
llamados a dar una formación profunda, correcta, clara, a sus hijos.
Primero enseñamos al niño normas
de “seguridad”: no asomarse por la ventana, no meterse en la boca objetos
peligrosos, no tocar animales extraños. Después, la búsqueda de la salud nos
hace pedirle que tenga las manos limpias, que no se llene el estómago con
caprichos, que no se rasque las heridas...
Simultáneamente enseñamos al hijo
a hablar. Sus ojos cada día brillan de un modo distinto, y pronto su mundo
interior, su corazón, se nos abre no sólo con las miradas, las manos y la
sonrisa, sino con esas primeras y temblorosas palabras que empieza a decir con
la confianza de ser acogido. Los padres que escuchan por vez primera “mamá”,
“papá”, sienten muchas veces un vuelco en el corazón. El niño crece, y habla, y
habla, y habla... Cuando ya ha aprendido un vocabulario básico, impresiona por
su hambre de saber, de comunicar, de decir que nos quiere, o que ha dibujado un
avión, o que ha visto una lagartija, o que acaba de encontrar un amigo de su
edad...
Alguno podría pensar que la
misión de los padres termina aquí, y que el resto le toca a la escuela. Sin
embargo, el hijo todavía tiene que aprender detalles de educación que van mucho
más allá de las normas de supervivencia o del usar bien las palabras del propio
idioma. Dar las gracias, pedir permiso, saludar a un maestro, prestarle un
juguete al amigo, hacer los deberes en vez de contemplar lo que pasan por la
tele...
La educación moral es uno de los
grandes retos de toda la vida familiar. La mayor alegría que pueden sentir unos
padres es ver que sus hijos son, realmente, buenos ciudadanos. El dolor de
cualquier padre es darse cuenta de que su hijo hace lo que quiere y que empieza
a engañar a los maestros, a robar del monedero de mamá, a golpear a los
compañeros o hermanos más pequeños, e, incluso, a levantar la voz en casa contra
sus mismos padres...
San Agustín se quejaba de que sus
educadores le regañaban más por un error de ortografía que por una falta de
comportamiento. La queja tiene una triste actualidad en quienes se preocupan
más por el 10 de sus hijos en inglés que por la pornografía que vean en
internet o por las primeras drogas que puedan tomar con los amigos. Si somos
sinceros, es mucho mejor tener un hijo agradecido y bueno, aunque no sepa alta
matemática, en vez de tener un hijo ingeniero que ni siquiera es capaz de interesarse
por lo que les ocurra a sus padres ancianos...
Los hijos no son propiedad de
nadie, ni de la familia, ni de la escuela, ni del Estado. Pero todos,
especialmente en casa, estamos llamados a ayudar a los niños y adolescentes a
crecer en su vida como buenos ciudadanos y como hombres de bien. Esa es la
misión que reciben los padres cuando inicia el embarazo de cada niño. Quienes
hemos tenido la dicha de tener unos padres que nos han ayudado a respetar a los
demás, a amar a Dios y a vivir de un modo honesto y justo, nunca seremos
capaces de darles las gracias como se merecen. Quienes no han tenido esta
dicha... pueden, al menos, preguntar cómo se puede enseñar a los hijos a ser,
de verdad, buenos, no sólo en la formación científica, sino en los principios
éticos más elevados.
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