Los Incas, como la mayor parte de las civilizaciones primitivas,
eran politeístas, pero sus dioses no se encontraban todos al mismo nivel. En la
cúspide podemos encontrar a Viracocha, dios creador, y a Inti, dios del Sol.
Tras ellos, aparecían divinidades de menor categoría representativas de las
fuerzas de la Naturaleza.
LA PRIMITIVA
CREACIÓN
En una época muy lejana, cuando aún no se había iniciado el cómputo del
tiempo, sólo existía un dios innominado y tres elementos primordiales: tierra,
agua y fuego. El dios sintió el impulso de crear el universo y lo formó con los
tres materiales primigenios diseñando tres planos que constituían las partes de
un todo indisoluble.
El plano superior, llamado Janan Pacha, fue designado como morada de los
dioses, quienes eran brillantes y tomaron el aspecto del Sol, de la Luna, de
las estrellas, de los cometas y de todo cuanto luce en la bóveda celeste. En la
parte inferior de dicho plano moraban los dioses del rayo, del relámpago, del
trueno, del arco iris y de todas las cosas que únicamente los dioses pueden
explicar.
El plano intermedio, conocido con el nombre de Cay Pacha, fue ocupado por los
humanos, los animales, las plantas y, en general, por todos los seres vivos,
incluidos los espíritus.
El plano inferior, cuyo nombre era Ucu Pacha, quedó reservado para los
muertos.
Los tres planos estaban intercomunicados por medio de unas vías especiales que
permitían el acceso entre ellos. Al mundo superior podía acceder el hijo del
Sol, el Inca o príncipe, el Intip churín. Desde el inferior se podía ascender
al intermedio a través de unas puertas especiales llamadas “pacarinas” que
solían identificarse con los conductos naturales por los que brotaban las
aguas, con las cuevas, grietas y volcanes. Uno de los mitos relataba cómo por
una de estas vías llegaron los humanos, los gérmenes que dieron origen a los
animales y las semillas que hicieron brotar las plantas.
LA CREACION DE
VIRACOCHA
La leyenda de la creación del Universo por Viracocha era posterior a la
primitiva y la sustituyó definitivamente. El nuevo mito otorgaba al dios
todopoderoso la facultad de crear todo lo visible e invisible. La creación de
Viracocha comenzó en Tiahuanaco, situada en las orillas del lago Titicaca,
donde fue tallando en piedra las figuras de los primeros seres humanos y
colocándolas en las correspondientes pacarinas para que, conforme les iba
imponiendo un nombre, fueran adquiriendo vida en la oscuridad reinante en el
mundo primigenio, en el que únicamente existía la luz procedente de Titi, un
animal salvaje y brillante que vivía en la cima del mundo. Las representaciones
de este ser mitológico parecían una mezcla del jaguar con otros animales. El
mundo estaba aún en tinieblas porque Viracocha otorgó prioridad a la creación
de los seres humanos sobre la luz. Tras quedar satisfecho con la creación de
los hombres, el dios prosiguió su proyecto colocando en el firmamento el Sol,
la Luna y las estrellas hasta cubrir la bóveda celestial. Después, Viracocha
abandonó Tiahuanaco y se dirigió al norte, camino de Cacha, para, desde allí,
llamar a su lado a las criaturas creadas.
Al partir de Tiahuanaco, Viracocha había delegado las tareas secundarias
de la creación en dos dioses menores, Tocapu Viracocha e Imaymana Viracocha,
quienes emprendieron inmediatamente las rutas del Este y del Oeste de los
Andes, para dar vida y nombre a los animales y plantas que iban haciendo
aparecer sobre la faz de la tierra. La misión que les había encomendado el dios
creador principal terminaría cuando llegaran a las aguas del mar donde debían
internarse hasta desaparecer.
LA REBELION DE
LOS HUMANOS
Los humanos, al igual que en otros muchos mitos, no se mostraron
agradecidos ante la bondad del dios y desatendieron su llamada desde Cacha para
que lo acompañaran. El dios, entristecido ante la desobediencia, decidió
castigarlos enviándoles una lluvia de fuego para purificarlos y recordarles
quién tenía el poder. La lluvia de fuego que salió de las entrañas de la tierra
a través de los volcanes de Cacha llenó de pavor a los humanos, quienes
pudieron contemplar como su torpe conducta había ocasionado la destrucción del
maravilloso entorno y puesto en peligro su propia existencia. Ante ello, se
arrepintieron de su pecado y solicitaron la clemencia del dios. Éste, con gran
satisfacción por el arrepentimiento de sus criaturas, se dirigió, junto a
ellos, a Cuzco donde estableció su reino delegando el poder en Allca Huisa, que
fue el primer Inca designado por la voluntad divina y el fundador de la estirpe
incaica.
LA CREACIÓN
SEGÚN LA CULTURA DE TIAHUANACO
Pedro Cieza de León, en su obra “Crónica del Perú”, recogía las leyendas
que le contaron sus guías aymaras sobre Tiahuanaco. Según éstas, la ciudad fue
construida antes del diluvio en una sola noche por gigantes que vivieron en la
ciudad en palacios monumentales y que fueron exterminados por el dios del Sol
por no hacer caso a una profecía de los adoradores del dios.
Las leyendas contaban que:
“En un principio no existía nada sobre la Tierra, pero un día llegó la
vida desde el cielo a bordo de grandes piedras humeantes que cayeron por toda
la superficie terrestre. La vida traía escrito en el lenguaje de los dioses los
seres que había de crear y esas criaturas ocuparon la tierra, el mar y el aire.
También apareció el ser humano con forma semejante al actual, pero con una
inteligencia muy limitada porque la vida había cometido un error de diseño al
no interpretar correctamente las instrucciones de los dioses. Los humanos
carecían de habilidades y vivían en cavernas vistiendo pieles de animales y
hojas de árboles. Todos los seres de aquel tiempo tenían grandes dimensiones.
Las divinidades contemplaron la creación y vieron que la obra, en
general, estaba bien concebida y realizada, pero no era perfecta debido a la
escasa inteligencia de los humanos y, entonces, decidieron enviar a Oryana para
corregir los errores.
Oryana era una diosa que procedía de las profundidades del universo y se
asemejaba a las mujeres que poblaban la Tierra excepto en que tenía unas orejas
muy grandes y su cabeza era cónica. Para aumentar la inteligencia de los
humanos, cuando llegó a la Tierra, mezcló su vida con la de algunos terrícolas
y dio a luz a setenta criaturas, todas ellas con un cerebro idéntico al suyo,
capaz de aprender todo cuanto le enseñaran. Oryana enseñó a sus hijos a hablar
dándoles su lenguaje sagrado y comunicándoles que habían sido creados a
semejanza de los dioses y que debían conservar aquella lengua, el Jaqui Aru,
sin alterarla porque era común a todos y debía servir para utilizar la inteligencia
de la que ahora disponían.
Mientras enseñaba muchas cosas a sus hijos, ellos construyeron una ciudad
a la que llamaron Taipikala, imitando el modelo de la ciudad de donde procedía
su madre. Aprendieron a fabricar las bebidas procedentes de la fermentación de
las nuevas plantas que, como el maíz, les había proporcionad Oryana y a obtener
la miel producida por la abeja, un insecto que también vino con ella. Del mismo
modo les enseñó a trabajar los metales, a hilar, a tejer, a estudiar el cielo,
a calcular, a escribir, etc. y cuando todo estuvo bien encauzado, la diosa se marchó.
Transcurrieron los milenios y los descendientes de Oryana, u Orejona, como se
la llamaba a causa sus grandes orejas, poblaron el mundo construyendo ciudades
y estableciendo culturas por todo el planeta. Pasaron muchas eras, pero el
Jaqui Aru se conservó sin modificación alguna y todas las civilizaciones sabían
utilizar el poder que contenía. Sin embargo, con el tiempo y a pesar del
mandato de Oryana, fueron apareciendo variaciones en lugares distintos que
provocaron la incomprensión entre los pueblos y la pérdida de los antiguos
conocimientos. La humanidad, en general, dejó de utilizar los poderes de su
cerebro perfecto, aunque, en realidad, nunca habían llegado a conocerlos en su
totalidad. Pero en Taipikala se mantuvo la lengua de Oryana y, por respeto,
siguieron insertándose orejeras de oro en los lóbulos y deformándose los
cráneos hasta dejarlos en forma cónica, como el de ella. Por ello la ciudad se
convirtió en un centro muy importante y los yatiris fueron los guardianes de la
vieja sabiduría.
En aquel mundo no había ni hielo ni desiertos, ni frío ni calor, no había
estaciones y el clima era siempre templado. Una cubierta de vapor de agua
envolvía a la Tierra y la luz llegaba de forma amortiguada. El aire era más
rico y las plantas crecían durante todo el año no siendo necesario sembrar ni
cosechar porque siempre había abundancia de todo. Y existían todos los animales
mucho más grandes que los actuales, al igual que las plantas.
Pero un día, siete enormes rocas se precipitaron desde el cielo golpeando
la Tierra con tanta fuerza que se alteró el eje del planeta y las estrellas
cambiaron de lugar en el firmamento. Los impactos de las rocas produjeron
enormes nubes de polvo que oscurecieron el Sol, la Luna y las estrellas
quedando el mundo envuelto en una densa oscuridad. Los volcanes entraron en
actividad expulsando grandes cantidades de humo, cenizas y lava, al tiempo que
violentos terremotos destruían las construcciones dejando todo asolado. La lava
volcánica teñía todo de rojo fuego provocando heridas que no cicatrizaban y
envenenando las aguas al contacto con los vapores tóxicos. El fuego abrasaba
los árboles y las hierbas y las aguas de muchos ríos se evaporaron dejando
secos sus cauces. Se desataron huracanes ardientes que devastaban todo cuanto encontraban
a su paso. Los humanos y animales buscaban refugio en las cuevas y en los
abismos, huyendo de la muerte, pero muy pocos lo consiguieron.
Unos días más tarde, sobrevino un frío intenso seguido por abundantes
lluvias que causaron inundaciones que apagaron los incendios. Y apareció la
nieve. Y todo ocurrió tan rápido que muchos animales quedaron enterrados en el
hielo. Precedidas por un tremendo fragor, las gigantescas olas marinas
cubrieron la tierra arrastrando hasta las cumbres de las montañas los restos de
los animales muertos. Había comenzado lo que los pueblos del mundo llamaron el
diluvio.
Llovió durante casi un año sin descanso. A veces, cuando el frío era muy
intenso, la lluvia se convertía en nieve y, luego, volvía a llover y el agua
seguía inundándolo todo. Desde el día que había comenzado el desastre no había
vuelto a verse el sol. Se perdió el contacto entre pueblos y ciudades y no
volvió a saberse nunca más de ellos, como tampoco a verse a muchos animales y
plantas que antes eran abundantes y que se extinguieron en aquel período. Sólo
quedó su recuerdo en algunos relieves de Taipikala y los escasos supervivientes
de la gran tragedia lo se encontraban débiles, enfermos y aterrorizados. La
Tierra había sido destruida y se hacía necesario reconstruirla.
Pasado mucho tiempo, la nube oscura que cubría el mundo se retiró y la
cubierta de vapor de agua que cubría la Tierra desapareció. Dejó de llover y
los rayos del Sol llegaron entonces a la superficie con toda su potencia,
produciendo grandes quemaduras y desecando el suelo hasta dejarlo yermo.
Lentamente, los seres vivos se fueron adaptando a aquella nueva situación y la
vida volvió a escribir sobre lo que había quedado según sus eternas
instrucciones. Sin embargo el cambio en la inclinación del eje de la Tierra
había hecho que los años fueran cinco días más largos y que aparecieran las
estaciones obligando a sembrar y recolectar en épocas concretas del año, lo
que, a su vez, significó la alteración de la forma de vida y del calendario.
También se reconstruyeron las ciudades, Taipika entre ellas, pero los seres
humanos estaban muy débiles y el trabajo resultaba agotador. Los niños nacían
enfermos y con deformaciones, muriendo la mayoría en los primeros años de vida.
La Tierra se rehizo con relativa facilidad y la naturaleza tardó poco en
reconstruirse a partir de sus propios restos, pero los seres humanos y algunos
animales necesitaron siglos para recobrar la normalidad, comprobando que, con
el paso del tiempo, sus vidas se iban acortando y que sus hijos y nietos no
llegaban a desarrollarse con normalidad.
Los yatiris tuvieron que asumir la responsabilidad, al menos en su
territorio, de recuperar la autoridad para acabar con el caos y la barbarie en
la que había caído la humanidad. Inventaron ritos y nuevos conceptos,
explicaciones sencillas para calmar al pueblo ya que sólo ellos conservaban el
recuerdo de lo que había existido antes y de lo sucedido.
El mundo volvió a poblarse, aparecieron nuevas culturas y nuevos pueblos
que tenían que volver a empezar sin nada y luchar duramente para sobrevivir.
Los yatiris, y su pueblo, pasaron a llamarse los aymara, el pueblo de los
tiempos remotos, porque sabían cosas que los demás no comprendían y porque
conservaban su lenguaje sagrado y su poder. Hasta los Incap rúman, cuando
llegaron a Taipikala para unirla a Tiwantisuyu conservaban en parte el recuerdo
de quienes eran los yatiris y los respetaron.
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