En marzo de 1519, Hernán Cortés estaba dando los primeros pasos
en la campaña de conquista de México.
Se encontraba en la costa de
Tabasco, poblada por los mayas. Tras librar una batalla en Centla, los caciques
locales acudieron una mañana al campamento español para agasajar a Cortés con
numerosos regalos de oro, mantas y alimentos. Le llevaban también veinte
doncellas. El conquistador español no imaginó en ese momento que una de esas
jóvenes, llamada Malinalli o Malinche, doña Marina para los españoles, sería
una colaboradora decisiva en sus operaciones contra los aztecas.
Malinalli había nacido hacia el año 1500, posiblemente cerca de
Coatzacoalcos, antigua capital olmeca situada entonces al sureste del Imperio
azteca, en la región de la actual Veracruz. Pertenecía a una familia noble –su
padre era el gobernante de la ciudad de Painala– y en su infancia parecía tener
por delante un futuro prometedor. Pero todo se truncó cuando murió su padre y
su madre se volvió a casar con un señor local. La pareja tuvo un vástago, al
que hicieron heredero de todas sus posesiones, al tiempo que decidían
deshacerse de la pequeña Malinalli. Aprovechando que una niña de la misma edad
había muerto en el pueblo, la hicieron pasar por su hija y, amparados en la
oscuridad de la noche, entregaron a Malinalli a unos mercaderes. Éstos la
vendieron como esclava en el mercado de Xicalanco a otros comerciantes mayas,
quienes, a su vez, terminaron por venderla al señor de Potonchán. Fue éste
quien finalmente la entregaría a Hernán Cortés, en marzo de 1519, con otras
diecinueve doncellas.
La entrega de estas
jóvenes hay que entenderla dentro de las costumbres de los aztecas. Éstos
solían viajar acompañados por mujeres que les cocinaran, y al ver que los
españoles carecían de ellas decidieron ofrecerles algunas jóvenes destinadas
también al servicio doméstico, aunque era fácil que se convirtieran asimismo en
concubinas. Antes de aceptarlas, Cortés ordenó que fueran bautizadas, menos por
razones religiosas que para cumplir la ley castellana que permitía mantener
relaciones de concubinato únicamente entre personas cristianas y solteras. Al
día siguiente, frente a un improvisado altar, presidido por una imagen de la
Virgen y una cruz, un fraile «puso por nombre doña Marina a aquella india y
señora que allí nos dieron». Oficiado el sacramento, Cortés repartió a las
«primeras cristianas» entre sus capitanes. A doña Marina la entregó a un
pariente lejano suyo, Alonso Hernández Portocarrero.
Desde Potonchán,
Cortés se embarcó hacia San Juan de Ulúa, adonde llegó tras cinco días de
navegación. Era un Viernes Santo, y mientras organizaban el campamento llegaron
los embajadores de Moctezuma para averiguar qué querían aquellos viajeros.
Cortés llamó a Jerónimo de Aguilar, un español que sabía maya por haber pasado
varios años en el Yucatán, tras salvarse de un naufragio. Pero Aguilar no
entendía el idioma de los mexicanos, el náhuatl. Fue en ese momento cuando se
descubrió que Marina hablaba esa lengua, que era la de sus padres, además del
maya, idioma de sus amos en Potonchán.
Como resumía un
cronista, Marina «sirvió de lengua [intérprete] de esta manera: Cortés hablaba
a Aguilar y Aguilar a la india y la india a los indios». Este sistema de
traducción fue decisivo para el avance conquistador de Cortés, no sólo porque
le permitió comunicarse con los indígenas, sino también porque así conoció la
situación interna de cada grupo y pudo ganarse su lealtad frente al enemigo
común, Moctezuma.
INTÉRPRETE Y AMANTE
A partir de entonces la situación de Marina cambió radicalmente. En San Juan de Ulúa, al enterarse de los conocimientos de la cautiva, Cortés le dijo que fuera su fiel interprete, que él le haría grandes mercedes y la casaría y le daría libertad. El conquistador no se quedó ahí. No sabemos si Marina a sus 19 años, se quedó quieta, pues Cortés no tardo en hacerla su amante ya que "Se echo carnalmente con Marina" como lo dice una crónica.
La colaboración entre Hernán Cortés y doña Marina fue muy
estrecha, hasta el punto de que los indígenas llamaron Malinche al propio Cortés:
«como doña Marina estaba siempre en su compañía –dice Díaz del Castillo–, por
esta causa llamaban a Cortés el capitán de Marina, y por más breve lo llamaron
Malinche». El papel de la amante de Cortés como intérprete fue a menudo
decisivo. En Cholula salvó a los españoles de una muerte segura al revelarles
un complot de los indios, que una mujer del lugar le había confesado. En
Tenochtitlán hizo posibles las conversaciones entre Moctezuma y Cortés, en las
que Marina debía traducir los complicados discursos del español sobre los
fundamentos del cristianismo y el vasallaje que los indios debían a Carlos V.
Durante la Noche Triste, la huida in extremis de los españoles
ante el acoso azteca, doña Marina iba en la retaguardia; una vez se hubo
salvado, una de las primeras preocupaciones de Cortés fue conocer el estado de
los intérpretes, «y holgó de que no se hubiesen perdido Jerónimo de Aguilar ni
Marina». Igualmente, en la campaña final sobre Tenochtitlán, la labor de Marina
resultó decisiva para recabar el apoyo masivo de los indígenas enemigos de los
aztecas y, luego, para transmitir sin ambages las más duras exigencias de los
españoles contra los vencidos: «Tenéis que presentar doscientas piezas de oro
de este tamaño», les dijo a los habitantes de Tenochtitlán mientras dibujaba un
gran círculo con sus manos.
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