Tal es el caso de Ramsés II, que tenía un león cuyo
nombre ha sido traducido a veces como “El que repele al enemigo”, o,
simplemente, “Invencible”. El león era para él un inestimable ayudante
en las batallas. Cuentan que lo tuvo a su lado durante la famosa batalla de
Kadesh contra los hititas. En los relieves que describen el combate, su león
aparece junto a él cargando contra el enemigo.
Aunque el elefante, por su tamaño, no parece el más indicado como
mascota, a lo largo de la historia hubo algunos que tuvieron esta
consideración.
Abul-Abbas era un elefante asiático que el
Emperador Carlomagno recibió como regalo de parte del califa de Baghdad,
Harun al-Rashid, en el año 798. Parece ser que se trataba de un elefante
albino. Era en Aquisgrán Aachen donde Carlomagno lo mantenía. Lo había
alojado en la corte como huésped de honor, lo lavaba personalmente y hablaba
con él. Además, fue exhibido en varias ocasiones ante la corte. Finalmente fue
conducido a Augsburgo, donde pasó a residir. Se sabe que falleció en el 810,
estando Abul en los cuarenta años. Su muerte pudo deberse a una pulmonía tras
haber nadado en el río, pero según otra versión, un día el pobre elefante cogió
una indigestión que lo llevó a la tumba. Carlomagno lloró mucho su pérdida y
decretó un día de luto nacional.
Luis XIV también tenía como mascota un elefante africano que le regaló el
rey de Portugal en 1668. Vivió en el zoo del palacio de Versalles hasta su
muerte en 1681. El esqueleto se conserva en la galería de anatomía del museo
del Jardín des Plantes, y hace menos de dos meses un joven irrumpió en el museo
y le arrancó un colmillo valiéndose de una motosierra. Los vecinos, alertados
por el ruido, avisaron a la policía. Como además habían sonado las alarmas, el
ladrón de marfil, con el tobillo fracturado, fue fácilmente detenido minutos
más tarde, cuando aún cargaba el colmillo al hombro.
Luis XI era un gran amante
de los animales, bien fueran perros, aves o mascotas exóticas. Adoraba a
los galgos, pero sin duda su animal favorito era una leona. La
única vez que lo vieron llorar fue cuando murió su mascota.
Lorenzo de Médicis tenía una jirafa, seguramente regalo del sultán de Egipto. El animal causó sensación a su llegada a Florencia. En un principio Lorenzo había decidido enviar a la jirafa a Ana de Francia, pero ya nunca pudo ser. Alojada magníficamente en unos establos especialmente construidos para ella en la villa familiar, y al abrigo de los húmedos inviernos florentinos, lamentablemente la jirafa moría poco después de su llegada: se fracturó el cuello al chocar contra las vigas de los establos.
A Catalina de
Aragón le gustaban los monos, y tenía uno que le habían traído de
las colonias españolas en América. La afición fue compartida por Eduardo VI y
la reina Isabel. Sin embargo, los monos no solo estaban de moda por razones
afectivas, sino también porque se empleaban para adiestrar perros de cara a las
peleas con osos, un espectáculo que apasionaba a los Tudor. Isabel I tenía,
además, una civeta.
Tycho Brahe, astrónomo del siglo XVI, tenía un alce al que dejaba en libertad durante las fiestas y del que dicen que consumía más alcohol que los humanos. Una noche el pobre animal bebió demasiada cerveza durante la cena, se cayó por las escaleras y murió.
Iván el terrible tenía dos o más osos en su Castillo, deliberadamente mal alimentados. A veces les arrojaba prisioneros para que los devoraran, o los soltaba contra inocentes transeúntes solo por divertirse.
Otros personajes también tuvieron osos: el presidente Thomas
Jefferson tenía dos oseznos, y el rey Ptolomeo II de Egipto amaba
a un “oso blanco” que tenía en su colección particular, y siempre lo
ponía al frente de todos los desfiles. Los expertos opinan que no se trataba de
un oso polar, sino de un oso pardo sirio, que a menudo tiene un color muy claro
y vivía en Egipto y en los países circundantes en la antigüedad.
En el siglo XVIII los loros se popularizaron como mascotas, de lo
que dan testimonio numerosas pinturas. A la gente le divertía la capacidad del
loro para memorizar conversaciones y repetirlas después, en momentos no siempre
oportunos y que producían situaciones jocosas.
A la emperatriz Josefina le gustaban las mascotas
exóticas. Su favorita era un orangután al que le permitía sentarse
con ella a la mesa el plato favorito del orangután eran los nabos. Vestía al
animal con una camisa de algodón blanco, y estaba amaestrado para mostrar
buenos modales ante los invitados. En la Malmaison, la emperatriz Josefina vivía
rodeada de canguros, avestruces, cebras, antílopes, gacelas y cisnes negros,
importados de Australia para que nadaran en su lago. Enviaba a un explorador,
Nicolas Baudin, en busca de plantas y animales raros por todo el mundo, sin
olvidar su Martinica natal, para que adornaran los que pretendía que fueran los
jardines más hermosos de Europa. Además Josefina amaba a los perros, y
utilizaba a uno de ellos, llamado Fortuna, para enviar mensajes
secretos a su familia mientras estuvo prisionera en Les Carnes. Cuentan que
Napoleón tuvo que aceptar que el perro se acostara en su cama, porque Josefina
le dijo que si Fortuna no podía dormir allí, tampoco lo haría ella.
El marqués de Lafayette tenía un caimán que le regalaron durante un viaje por Estados Unidos en 1825. Cuando visitó la Casa Blanca, el marqués llevaba su mascota consigo y lo alojó en una bañera. Este caimán no fue el único que residió en la Casa Blanca: el segundo de los hijos del presidente Hoover tenía dos, y vagaban libres por los terrenos de la residencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario