martes, 4 de marzo de 2014

JACQUELINE KENNEDY



Tuvo una infancia repleta de lujos, educación privilegiada y obligaciones. Nunca una primera dama había tenido tal estilo, extravagancia, belleza y publicidad. Madre joven, ícono de la moda, modelo de acción. Revolucionó la Casa Blanca y fue el centro de miradas incluso el fatídico día en Dallas. Para muchos, y como afrenta pública, cambió el Kennedy por Onassis. Se reinventó y se enamoró de los libros hasta que una primavera la sorprendió en Nueva York.

Todos sus apellidos –Lee, Bouvier, Kennedy, Onassis– señalan una vida a lo grande. El resultado, en su caso, más que la suma de las partes, puede abreviarse con el “Jackie” más familiar. Ella marcó un antes y un después para las mujeres públicas. Basta leer las declaraciones recientes de Carla Bruni, o ver algunas de sus prendas al acompañar a Nicolas Sarkozy, para apreciar el terreno iniciado por ella. Pero detrás de su imagen como una heroína idealizada –una Audrey Hepburn en el centro del poder mundial–, están esos cuatro apellidos, alimento y carga que Jacqueline volvió personalmente notorios.

Jacqueline Lee Bouvier nació un 28 de julio de 1929 en Southampton, Nueva York. Faltaban algunos meses para que “el jueves negro” sacudiera Wall Street, y parte de las finanzas de John Vernou Bouvier, su padre, un corredor de bolsa de ascendencia francesa. Aunque no tanto como para que su madre, Janet Lee, hija de un importante banquero, pudiera darle a Jacqueline y a su hermana menor, Caroline, los dispendios de una familia tradicional de la Costa Este. Caballos, poesía, pintura, idiomas, todo parecía idílico en “Lasata”, el lujoso campo familiar en el que vivían, hasta que sus padres se separaron en 1936 –finalmente se divorciaron en 1940–. Algún tiempo después, la mujer que le inculcaba a Jackie cómo vestirse de etiqueta, las maneras y costumbres de su círculo, se casaría con Hugh D. Auchincloss, otro corredor de bolsa quien le daría más hermanos de sangre.

Y si bien pasaban mucho tiempo con su nueva familia en un campo en Virginia, Jacqueline prefería estar con su padre. El divorcio la había afectado, de allí la frialdad en su conducta que llamaba la atención a más de uno. Es que desde su infancia no le quitaban los ojos de encima. John H. Davis la describe en el libro The Bouviers como una niña que se lucía en competiciones ecuestres, adecuada a las normas, y que gustaba de ser observada pese a ser un poco introvertida. “Una independencia fiera, una vida interna que compartía con unos pocos, y que se convertiría en su enorme suceso. Su misteriosa autoridad relucía, aún como teenager, de manera que las personas seguían sus mandatos y pedidos.” A los 15 años, Jacqueline asistía a la escuela Miss Porter en Farmington, destacada por infundir el arte de la conversación y los buenos modales. En el libro escolar escribieron debajo de su foto: “Nacida para no ser un ama de casa”. Cursó en el Vassar College, no mucho después de que Igor Cassini, un periodista de las publicaciones de Randolph Hearst, la eligiera “Debutante del año”. “Una morocha de la nobleza con las características clásicas y finura de la porcelana de Dresden. Su postura es perfecta, sabe conversar, es inteligente. Todo lo que una debutante debe tener.”

Ya le llegaban invitaciones de solteros de Harvard, Yale y Princeton, pero Jacqueline decidió con sólo dos frescas décadas de existencia ir a estudiar por 365 días a París. Amaba la ciudad luz, ése fue “el año más relajado y feliz de mi vida”, señaló. Si volvía, estudiaría arte en la Universidad George Washington. La alarma se encendió al finalizar su beca en Francia. Jacqueline ganó un concurso por sobre más de mil participantes con el ensayo “Gente a la que me hubiera gustado conocer”. Sus palabras sobre Oscar Wilde, Charles Baudelaire y Sergei Diaghilev le hubieran permitido quedarse allí, escribiendo para la revista Vogue. Según C. David Heymann, autor de la seminal biografía A Woman Named Jackie, es muy factible que, de no haber intercedido su madre, se hubiera quedado en Europa por siempre. No obstante, volvió a los dos años con su hermana Caroline, como viaje de fin de curso de ambas, y que dio lugar a la autobiográfica One Special Summer, la única publicación que contiene sus dibujos.

De nuevo en Washington, se comprometió con el corredor de bolsa John Husted mientras trabajaba como foto reportera de eventos para The Washington Times Herald ganaba $ 42.50 a la semana por tomar fotos y preguntar: “¿Son los hombres más valientes que las mujeres en la silla del dentista?”; “¿Usted cree que una esposa debe hacerle pensar a su marido que es más inteligente que ella?”. En una fiesta en mayo de 1952 conoció a John F. Kennedy cuando su relación con Husted había quedado atrás. El flirteo con el futuro senador fue inmediato y algunos meses después le propuso casamiento por teléfono. Ambas familias acordaron que no se haría público hasta que apareciese un artículo en el Saturday Evening Post titulado “John F. Kennedy, el senador soltero”. Finalmente el 12 de septiembre de 1953, en una granja en Hammersmith Newport, Jacqueline Lee Bouvier se convirtió en Mrs. Kennedy. Más de setecientos invitados fueron testigos de una ceremonia que tuvo gran repercusión nacional. Aunque entre ellos no estaba su cada vez más inaccesible padre. Quien entregó la mano de la novia al futuro presidente fue Mr. Auchincloss.

La primera dama

Los primeros años como esposa de la ascendente figura del Partido Demócrata no fueron de rosas. Pese a cumplir su tarea a la perfección, le comentaba a sus más íntimos que se aburría con los políticos. La relación con el clan Kennedy era tortuosa, salvo con el mandamás familiar Joseph y su hijo Robert. Por otro lado estaba el tema de la salud del senador. Y en 1956, la primera hija de la pareja, Arabella Kennedy, nació muerta. Todos los pesares llevaron a que el matrimonio se separara por algún tiempo. Aunque volvieron cuando John fue intervenido quirúrgicamente por sus problemas crónicos en la espalda JFK casi muere en el hospital. En 1957, mientras su marido escribía Profiles in Courage y se recuperaba en su nueva casa en Georgetown, Jackie se preparaba para dar a luz a Caroline.

Los nuevos bríos fueron el aceite necesario para la maquinaria que se ponía en funcionamiento: Kennedy se postulaba a la presidencia. “La deslumbrante esposa del candidato, Jackie, que siempre está cerca de su marido, ha atraído tanta atención como él”, escribió la revista Life. Cuando el 8 de noviembre de 1960, y en unas reñidas elecciones, JFK triunfó sobre Richard Nixon, Jackie estaba a punto de dar a luz a su segundo hijo, John Jr. A sus 31 años, se convertía en una de las primeras damas –título que detestaba porque le parecía el nombre de un caballo– más jóvenes de la historia.

Dentro de la tradición norteamericana de someter a la lupa a la mujer del presidente, Jackie revolucionaba toda norma. Y no sólo por su edad: era una mujer atractiva, sexy, fina, cultivada. Si bien el escarnio la veía algo distante y “europea”, para la mayoría era el ideal de una reina con corona simbólica. “Simplemente siento que todo en la Casa Blanca debería ser lo mejor”, dijo en la transmisión para la televisión realizada para que los ciudadanos conociesen a fondo la restauración llevada a cabo en la casa del primer mandatario emisión que obtuvo un Grammy. Cada evento en Washington llevaba su toque: el lugar se había convertido en visita obligada de escritores, científicos y músicos, además de jefes de Estado.

En el exterior, la “liaison” con Jackie era aun mayor. Durante la primera gira oficial por Europa en 1961, su magnetismo llegó a Londres y en París, brilló. Charles De Gaulle le confesó que sabía más de su país que muchas francesas, y afuera del palacio de Versalles se escuchaban los cánticos “Vive Jacquie”. La revista Time bromeó al respecto: “También había un tipo que iba con ella”. El mismo presidente se refirió al furor desatado: “Soy el hombre que acompañó a Jacqueline Kennedy a París. ¡Y lo disfruté!”. En plena Guerra Fría, el premier soviético Nikita Khrushchev le expresó a JFK que primero quería darle la mano a su esposa. El “estilo Jackie” con sus sombreritos Pill Box, las gafas negras de marco amplio, sus prendas Givenchy, Christian Dior, Joan Morse y sus favoritos, los Oleg Cassini, renovó la moda y la convirtió en un ícono fashion –antes incluso de que se usase el término–; alejado de la tradicional imagen de la esposa del presidente de la nación más poderosa del planeta.

Las relajadas fotos familiares en el Salón Oval y de vacaciones en Martha’s Vineyard hacían a un paisaje idílico que sin Jackie no hubiera existido. Pero en el cuadro faltaban algunos detalles, como las relaciones extramaritales de JKF y sus consultas a un cardiólogo para mejorar su vida sexual. Su cuarto embarazo fue una antesala de tiempos oscuros. En agosto de 1963, Patrick Bouvier Kennedy murió a los pocos días de nacer. Deprimida, Jackie viajó con su hermana Lee al mar Mediterráneo en el yate del empresario marítimo Aristóteles Onassis. Para mediados de noviembre regresó para acompañar a su esposo en la preparación de la nueva campaña presidencial.

Se dice que quien vivió esa época recuerda con claridad qué estaba haciendo el 22 de noviembre de 1963 al escuchar la noticia de la muerte de JFK. Jackie estaba a su lado, en el medio de la confusión, desencajada, saltando a la parte trasera de la limusina y bañada en sangre. “Quiero que vean lo que le han hecho a John.” Aún aturdida, le dijo esas palabras a Lyndon Johnson en el avión donde éste juró como presidente. Jackie quería estar en la ceremonia con el traje manchado de coágulos. Tuvieron que convencerla de que se cambiase. En el funeral, en cambio, todo fue protocolo y sentimientos a flor de piel. El periódico londinense The London Evening Standard dijo: “Jacqueline Kennedy ha dado al pueblo norteamericano una cosa que siempre había deseado: majestuosidad”. A una semana del magnicidio, la revista Life publicó la entrevista donde relató a la nación su pesar. “Camelot”, como definió a ese instante mágico de la historia estadounidense del que había sido protagonista principal, había acabado.

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