El general
se paseaba nervioso, caminaba impaciente en uno de los salones del hotel
Bellavista esperando noticias de la ciudad de México. Se detenía por momentos,
salió para darle un sorbo a la copa de coñac, pero en su rostro asomaba la preocupación.
Sobre Cuernavaca había caído la noche del 2 de octubre de 1927.
En las
semanas previas, el candidato a la presidencia Francisco R. Serrano decidía
cambiar los votos por las balas. En los últimos meses había logrado disfrazar
su ambición enarbolando la bandera del antirreeleccionismo en contra del
candidato oficial, su antiguo jefe y viejo amigo, el general Álvaro Obregón
quien, de 1920 a 1924, le había tomado tal gusto a la silla presidencial que
se empecinó en regresar a Palacio Nacional a como diera lugar.
Muy
respetuosos de la ley, los diputados obregonistas le abrieron la puerta al
invicto general, modificando la Constitución y suprimiendo el principio de la no
reelección para permitir su regreso al poder el cual había dado origen a la revolución
de 1910-. Serrano sabía que el candidato oficial, Obregón, contaba con el
apoyo de todo el aparato del estado revolucionario, encabezado entonces, por el
presidente Plutarco Elías Calles. Sabía también, que no había manera de ganar
en las urnas. Salió quedaba el camino de las armas.
A finales
de septiembre de 1927, dos dedos de frente bastaban para saber que la campaña
electoral sería interrumpida por un baño de sangre. Serrano había encontrado
un aliado en otro aspirante a la presidencia, el general Arnulfo R. Gómez, cuyo
discurso en contra de Obregón se reducía a la frase: Para mi rival solo hay dos
alternativas o las islas Marías o dos metros bajo tierra.
Como buenos
revolucionarios, Serrano y Gómez pensaron que el camino más corto para llegar
al poder era por medio de las armas y decidieron abandonar el de las
instituciones. El plan era sencillo. El 2 de octubre, Obregón, Calles y Amaro
presidirían una serie de maniobras militares en los llanos de Balbuena. En el
transcurso de la exhibición, la guarnición de la ciudad de México tenía la
orden de aprehender a los tres caudillos. Consumado el golpe, se designaría un
presidente interino para convocar a elecciones y listo.
Confiado en
que todo saldría de acuerdo con lo planeado, Gómez marchó a Veracruz. Si
fracasaba el movimiento en la ciudad de México, tenía la posibilidad de
movilizar rápidamente varios miles de hombres. Serrano por su parte, informó a
la prensa que viajaba a Cuernavaca con la intención de festejar su santo
anticipadamente. Si el golpe resultaba exitoso, la celebración de San Francisco
sería magna.
Obregón y
Calles estaban acostumbrados a madrugar, no a que los madrugaran. Como buenos
revolucionarios, ambos sonorenses suponían lo que sus opositores preparaban. La
intentona golpista era ya, un secreto a voces, en la capital del país. Así, el
2 de octubre, Amaro se movió con rapidez, puso mil hombres a custodiar el
Castillo de Chapultepec -donde se encontraban el presidente Calles y el candidato
Obregón- y desarticuló el movimiento golpista en la ciudad de México. Las
maniobras militares en Balbuena se llevaron a cabo en medio de un ambiente,
incluso, festivo y al terminar, Calles, Obregón y Amaro, regresaron al Castillo
para decidir la suerte que debían correr sus adversarios.
La noche
del 2 de octubre, el general Serrano se paseaba nervioso en uno de los salones
del hotel Bellavista. Esperaba noticias halagüeñas de la ciudad de México, pero
en su fuero interno sabía que su destino se precipitaba hacia el vacío.
Todo un bon vivant
Le gustaba
el coñac Hennesy 5 estrellas. Era un hombre simpático, ocurrente y dispendioso.
Aunque se lamentaba de su baja estatura Obregón le llamaba mi dedo chiquito, sabía
portar el uniforme militar con garbo, y siendo bien parecido, hacía suspirar a
más de una mujer. Débil frente al sexo femenino, no había francachela nocturna
en que no buscara los brazos de una mujer de cintura estrecha y amplias
caderas. Sin más, el general Francisco R. Serrano era un bon vivant.
Originario de Sinaloa
pero sonorense por conveniencia, Serrano acompañó a Obregón durante los años
más violentos de la revolución. Se ganó la confianza del caudillo quien lo
nombró jefe de su estado mayor. El bueno humor y ciertas ocurrencias --como
haberle concedido grado militar a un civil para acusarlo de insurrección y
poder fusilarlo conforme a la ley le ganó las simpatías de los sonorenses.
Acompañaba a Calles en la defensa de Agua Prieta en 1915 donde asestaron el
golpe final a la División del Norte y se sumó a la rebelión contra Carranza,
encabezada por Calles y Adolfo de la Huerta en 1920.
La lealtad
tuvo su recompensa. Serrano fue subsecretario y secretario de Guerra durante el
cuatrienio de Obregón (1920-1924) y no tuvo empacho en sumarse a la purga
revolucionaria ordenada por Obregón, que vio sus momentos más cruentos durante
la rebelión delahuertista. De esa forma, el régimen acabó con viejos revolucionarios
como Francisco Murguía, Salvador Alvarado, Rafael Buelna y Manuel M. Diéguez,
entre otros.
Entre 1926
y 1927, Calles le entregó a Serrano la gubernatura del Distrito Federal y desde
su posición le dio rienda suelta a sus pasiones: las parrandas, el coñac y las
mujeres. La estrella de los vencedores había iluminado su camino desde los
primeros años de la revolución, siempre junto a los sonorenses. Pero sin límite
alguno, de pronto se vio a sí mismo, sentado en la silla presidencial. Serrano
prestó oídos al canto de las sirenas de la política y sin medir las
consecuencias, de la noche a la mañana firmó su sentencia de muerte al aceptar
la candidatura en contra de la reelección de su antiguo jefe, el invicto Álvaro
Obregón.
A sangre y fuego
Ataron sus
manos con cable eléctrico. Un metro para cada uno. Al cabo de unos minutos, las
muñecas de los catorce detenidos comenzaron a sangrar. Entre gritos y
protestas, cada prisionero fue puesto bajo la custodia de tres soldados.
Serrano le reclamó airadamente al coronel Hilario Marroquín --un siniestro
oficial a quien no le temblaba la mano-- el trato que le estaban dando a sus
compañeros. Como única respuesta obtuvo un brutal golpe en el rostro con la
cacha de una pistola. El general Claudio Fox, aún más siniestro que su
lugarteniente, observaba complacido a unos metros de distancia. Sobre Huitzilac
caía la tarde del 3 de octubre de 1927.
Las horas
habían transcurrido con irritante lentitud desde los primeros minutos del día.
Muy temprano por la mañana, Serrano y sus acompañantes fueron aprehendidos en
el domicilio de un amigo suyo, en Cuernavaca. Instruido desde lo alto del castillo
de Chapultepec donde vivía y despachaba el presidente Calles, el gobernador de
Morelos envió un batallón a detener a Serrano. La súbita llegada de las fuerzas
armadas fue el mejor indicador de que el golpe en la ciudad de México había
fracasado por completo.
Varios
soldados catearon el interior de la casona y no encontraron armas o documentos
que comprometieran a los detenidos con la fallida intentona golpista del día
anterior. Las únicas armas halladas fueron las que portaban reglamentariamente
Serrano y tres generales más, nada como para hablar de una rebelión.
Hasta la
otrora recámara de Carlota en el castillo de Chapultepec, donde se encontraban
deliberando Calles, Obregón y el secretario de Guerra, Joaquín Amaro, llegó un
despacho procedente de Cuernavaca donde se informaba que Serrano y trece
individuos más, estaban finalmente en poder del gobierno.
Los tres hombres
guardaron algunos minutos de silencio. Obregón se atusaba el bigote con la mano
izquierda y a pesar de la gravedad del momento, no perdía el buen humor.
Estaba a punto de liquidar a su opositor y la silla presidencial, reluciente,
lo esperaba. Su dedo chiquito lo
había traicionado y tenía que hacerlo pagar. Para nadie era un secreto que el
invicto general llevaba la voz cantante en aquella reunión, casi todos los
oficiales que llegaban al salón de acuerdos, se dirigían en primera instancia
a él, y luego, al presidente Calles.
Sin mucho
meditarlo, Obregón expresó lo que se convertiría en una orden: ¿Para qué
traerlos a México, si de todos modos se ha de acabar con ellos? Es preferible
ejecutarlos en el camino. Calles y Amaro asintieron. El presidente pensó en el
general Roberto Cruz, para desempeñar tan delicada encomienda meses después sería
el encargado de ejecutar al padre Pro, pero Cruz pidió ser relevado debido a su
amistad con Serrano. Entonces Amaro, sacó sus ases bajo la manga y mandó llamar
a su incondicional Claudio Fox que tenía cuentas pendientes con Serrano.
Cerca del mediodía,
Fox se presentó en el castillo y recibió la orden por escrito: Sírvase marchar
inmediatamente a Cuernavaca acompañado de una escolta de 50 hombres para
recibir a los rebeldes Francisco R. Serrano y personas que lo acompañan,
quienes deberían ser pasados por las armas sobre el propio camino a esta capital
por el delito de rebelión contra el gobierno constitucional de la república. La
orden estaba firmada por el presidente Plutarco Elías Calles y llevaba la
bendición de Álvaro Obregón.
Serrano
quiso creer que su vieja amistad y la lealtad de otros tiempos hacia el
caudillo, serían suficientes para ayudarlo a sortear el trance mortal en que se
hallaba pero conforme transcurrieron las horas se dio cuenta que había cruzado
el punto sin retorno. A Cuernavaca llegaron las órdenes de trasladar a los
prisioneros a Tres Marías donde debían ser entregados al general Claudio Fox.
La
carretera fue cerrada entre el poblado de Tres Marías y Huitzilac. En este último
sitio, los prisioneros fueron bajados de los automóviles que les habían
servido de transporte. Serrano estaba acompañado por los generales Carlos A.
Vidal, Miguel A. Peralta y Daniel Peralta; por los licenciados Rafael Martínez
de Escobar ex diputado constituyente y Otilio González, el ex general Carlos V.
Araiza y los señores Alonso Capetillo, Augusto Peña, Antonio Jáuregui, Ernesto
Noriega Méndez, Octavio Almada, José Villa Arce y Enrique Monteverde. En total
sumaban catorce individuos que esperaban ser devorados por la revolución. El sol
se ocultaba entre las montañas de la vieja carretera a Cuernavaca, un viento
frío anunciaba el desenlace y la muerte preparaba su festín.
Varios de
los prisioneros pidieron clemencia o cuando menos unos minutos para escribir
algunas líneas a sus familias, a sus esposas o hijos. El general Fox se alejó
de la escena dejando a cargo de las ejecuciones al coronel Marroquín, que con
una pistola en una de las manos y una ametralladora Thompson en la otra,
profería toda clase de insultos.
Serrano
volvió a increparlo y Marroquín le disparó a quemarropa en el pecho. A pesar
de las heridas mortales, el general mostró una fortaleza inaudita y permaneció
de pie observando fijamente a Marroquín quien volvió a dispararle. Una vez en
el suelo pateó su rostro, antes de darle el tiro de gracia. Aprovechando la
confusión, el ayudante de Serrano, Noriega Méndez, logró zafarse del cable que lo
ataba y se lanzó sobre Marroquín para abofetearlo y escupirle. El coronel le
disparó con la pistola y la ametralladora.
Al ver la
dramática escena, el resto de los prisioneros intentaron darse a la fuga.
Algunos fueron cazados como animales; otros permanecieron estoicamente en su
lugar en espera de la muerte. Las balas expansivas atravesaban los cuerpos, los
tiros de gracia sacudían por última vez los cadáveres, las bayonetas
atravesaban todo lo que encontraban a su paso, haciendo correr la sangre a unos
metros de la carretera federal.
Como buenos
revolucionarios, una vez cumplida su misión, los asesinos tomaron su tiempo
para saquear los cadáveres. Antes de llevarlos al Hospital Militar, los cuerpos
fueron trasladados al Castillo de Chapultepec. Se dice que Obregón vio uno por
uno y señalaba: a esta rebelión ya se la llevó la chingada y cuando se detuvo
frente al cadáver de Serrano, dijo: Pobre Panchito, mira como te dejaron.
Fieles a la
costumbre, al otro día los diarios capitalinos dieron a conocer el parte
oficial entregado por el gobierno que nada tenía que ver con la realidad: El
general Francisco R. Serrano, uno de los autores de la sublevación, fue
capturado en el estado de Morelos con un grupo de sus acompañantes por las
fuerzas leales que guarnecen aquella entidad y que son a las órdenes del
general de brigada Juan Domínguez. Se les formó un consejo de guerra y fueron pasados
por las armas. Los cadáveres se encuentran en el Hospital Militar de esta
capital.
Serrano fue
sepultado en el panteón Francés y tiempo después, casi de manera clandestina,
catorce cruces fueron colocadas a un costado de la carretera vieja a
Cuernavaca, dando testimonio, aun hoy en día, del lugar donde se perpetró la
terrible matanza de Huitzilac.